jueves, 30 de julio de 2015

El  Reclinatorio


Giannina Arangi-Lombardi  en  Aida ("O patria mia")



Giannina Arangi-Lombardi (Nápoles, 1891/ Milán, 1951) pertenece a esa raza de cantantes que siempre se tiene la sensación de que cantan desde el mismísimo Olimpo, dada la mayestática elegancia de la línea, la señorial pulcritud de un fraseo áulico y etéreo, y la magnificencia de unos sonidos que parecen esculpidos en mármol. Por la época en la que le tocó vivir, con el empuje del canto verista en su máximo esplendor, su arte parece fuera de sitio, como de otra época, y quizás por ello, aunque abordó papeles de su tiempo, también puso los ojos en el redescubrimiento de viejos títulos operísticos (Vestale, Lucrezia Borgia, Favorita, I Lombardi) donde parecía sentirse más a gusto. El repertorio de Verdi también conformó gran parte de su dedicación, sin duda por la mucha herencia belcantista que el arte verdiano contiene. Aquí la podemos escuchar en el aria del tercer acto de Aida (O patria mia), uno de esos momentos de remanso lírico, siempre habituales en toda obra verdiana, que exige un canto exquisito y mesurado, pero donde no se desdeñan, antes al contrario, los alardes virtuosísticos que, aparte de a una intérprete expresiva, llaman también a la vocalista más experimentada. Aunque Arangi-Lombardi pudo tener fama de fría, sobre todo si se le compara con el estilo desmelenado que le circundaba, en realidad fue un fiel exponente de la expresividad conducida siempre a través del canto y conforme a las más legítimas reglas musicales. Este fragmento es un ejemplo perfecto de ese estilo hecho a base de líneas puras y ondulantes pero cargadas de sustancia y de contenido.



Aunque Arangi-Lombardi, por fortuna, dejó grabada completa la obra de Verdi (para la casa HMV de Milán, en 1928), la versión que escuchamos aquí es una grabación individual del fragmento, realizado para la casa Columbia, en 1926. Lamentar que sólo grabara la segunda estrofa, la que comienza con las palabras O fresche valli, aunque nos podemos consolar pensando que así su arte aparece más concentrado. El ataque de la primera nota (Fa4), aunque no es limpio del todo, puesto que hay un ligero portamento, llama la atención por el rinforzando que la cantante hace en dicha nota, que aporta una inteligente sensación de quejido. En la siguiente frase (patria mia, mai piú, mai piú ti vedró) que Verdi marca a piacere, Arangi-Lombardi vuelve a hacer uso de elementos siempre musicales (en este caso un juego dinámico forte/piano y un ligero rallentando) para transmitir la tristeza que embarga al personaje, que añora la patria lejana a la cual intuye que no va a regresar jamás. A partir de ahí el canto es ligadísimo, las notas de adorno que Verdi esparce aquí y alla están engarzadas expresivamente a la melodía, y la articulación es fidelísima a lo que pide Verdi, marcando las notas pero sin perder ligazón (O fresche valli o queto asil; Or che d’amore il sogno é dileguato). Poco antes, atiende con exquisitez el dolcissimo sobre la palabra beato. En la siguiente frase (O patria mia non ti vedró mai piú) Arangi acentúa con mucha intención el vocablo mai, que adquiere así un mayor tono lastimero. Más adelante, en otra repetición de mai piu se encarama de manera impresionante al Do5. No lo hace exactamente como pide Verdi, pero aún así sobrecoge cómo ataca en piano y lo va reduciendo hasta el filado casi impalpable, sin perder en ningún caso ni vibración ni consistencia, para concluir rizando el rizo con un rinforzando que lleva la nota hasta el forte para terminar resolviendo en mezzoforte (1:54). Un último alarde posterior en el nuevo ataque de O patria mia, esta vez casi perfecto, con otro regulador dinámico desde el piano hasta el forte. Y para rematar la faena, prodigiosa también la smorzatura final sobre el La4, tal cual pide Verdi.

¡Al reclinatorio!...


lunes, 27 de julio de 2015

Verdi AIDA (Viena 2015)

Sondra Radvanovsky (Aida)
Luciana d'Intino (Amneris)
Jorge de León (Radames)
Franco Vassallo (Amonasro)

Philippe Auguin (Dtor.Musical)
Nicholas Joël (Producción)

La en otro tiempo ilustre y esplendorosa Staatsoper de Viena, anda últimamente de bastante capa caída. Se ven los repartos de la mayoría de sus funciones y parece que le han tocado en un tómbola. Las estrellas (supuestas) aparecen con cuentagotas y mientras tanto sus carteles están poblados de cantantes debutantes, desconocidos o recauchutados. Parece como si su escenario que antes era punto de llegada (de difícil y meritoria llegada, por cierto), ahora sea punto de partida, como si de una academia de canto se tratara. Cuando, por contra, sus repartos cuentan, como es el caso de  esta reciente función de Aida, con nombres afamados, se vuelve a poner de manifiesto que al final son más los ruidos que las nueces.

Sondra Radvanovsky en el papel protagonista atrae por su vozarrón “cuadrafónico” y apabullante, pero que se ve lastrado por el perenne vibrato y por una cierta tendencia a los sonidos estridentes y entubados. No existe personaje porque el fraseo es anodino y la dicción pésima. Otra de sus supuestas virtudes son los filados, que llaman más la atención en una voz tan poderosa, pero en realidad dichos filados como tales no existen. Son vulgares falsetes, donde el sonido, lleno de aire, sale fibroso, acartonado, con un punto importante de fijeza, sin tersura, desapoyado y apenas audible.

Luciana D’Intino (Amneris) es la cantante de las mil voces… y ninguna buena. La voz está partida en tres o cuatro diferentes, llena de notas falsas, diferencias tímbricas y sonidos velados. En las primeras frases, además, desafina flagrantemente. El canto, en conjunto, es bastante desarrapado, con ese estilo trasnochado de la típica Amneris de regusto verista, más cerca de una verdulera que de una princesa egipcia. Jorge de León (Radames) está despilfarrando sin control su capital. La técnica es pedestre, a base de empujar la voz por medio de contracciones musculares de la laringe, y cuando quiere dar descanso a ésta, enchufa los sonidos en la nariz. El fraseo es desgarbado y mortecino, la afinación, por momentos, aproximativa, y la oscilación de la voz cada vez más evidente, señal inequívoca de fatiga, de esfuerzo y de abuso.

El sector grave es una jauría desmelenada. Franco Vassallo canta todo abierto y desparramado. No hay ni una nota mínimamente presentable. Lógicamente, un cantante de este tipo encuentra terreno abonado para desbarrar en el tercer acto, donde siempre se confunde el acento imperioso y agresivo con los desmanes vocales y el canto asilvestrado. Sorin Coliban (Ramfis) es un horror sin paliativos. Emisión estomacal, sonidos de ultratumba, tembleques varios y un ascenso al agudo (un Fa, en la escena del Templo) calante y descoyuntado. A su lado, el Rey de un tal Speedo Green resulta casi audible.

La dirección orquestal es de Philippe Auguin. Contando con una orquesta como la Filarmónica de Viena es lógico que se logre un sonido de cierta compostura, incluso elegancia, pero el problema es el aparataje excesivo, la ampulosidad, el estruendo y el abuso de los decibelios. No hay tensión, no hay mordiente, no hay pasión ni drama. En su batuta, Aida más que nunca parece una ópera de boutique.

A la puesta en escena de Nicholas Joel el adjetivo que mejor le cuadra es extraña. Queda claro que trata de huir del tópico tan característico en esta ópera, pero evitando también caer en la extravagancia, que sería el camino más fácil. Es curiosa por las nuevas perspectivas visuales que aporta, tan desacostumbradas (como el fondo desértico en la escena de la marcha triunfal, o la diagonal que marca la escenografía en el segundo cuadro del primer acto). Huye también de la monumentalidad superflua y de la grandilocuencia, y en cierta medida termina desequilibrándose hacia lo espartano, pero es el conjunto lo que no acaba de funcionar. Queda todo desangelado, y oscuro, muy oscuro. Y falta poesía y capacidad ambiental para recrear las situaciones. En ese sentido es una pena cómo se deja escapar una escena tan envolvente como la del Nilo del tercer acto, que resulta opresiva, lóbrega y, sobre todo, prosaica.

Verdi LUISA MILLER (Verbier 2015)

Erika Grimaldi (Luisa)
Daniela Barcellona (Federica)
Piotr Beczala (Rodolfo)
Simone Piazzola (Miller)

Gianandrea Noseda (Dtor. Musical)

(Selección de la obra en versión concierto)

El Festival de Verbier, que se desarrolla cada verano en la localidad suiza del mismo nombre, ha presentado este año, en una de sus sesiones, una propuesta curiosa y, en mi opinión, insatisfactoria: una selección de la ópera de Verdi Luisa Miller, junto a las danzas sinfónicas de Rachmaninoff, todo ello bajo la batuta de Gianandrea Noseda. Una ópera en concierto ya tiene un componente de frustración (aunque viendo la mayoría de los disparates escénicos que abundan por ahí, a veces supone hasta un alivio para los ojos), si encima se trata de una selección, se deja al personal medio hambriento, y si para rematar, dicha selección no tiene mucha coherencia, pues casi que se queda uno definitivamente en ayunas. Algo de esto es lo que ha ocurrido con la presente sesión. No sé qué pintaba en ese contexto las danzas de Rachmaninoff, cuando se podía haber ofrecido la ópera completa, y tampoco se entiende que la escena solista del barítono se presente completa (aria y cabaletta) mientras que la de la soprano y la del tenor se ofrecen sólo con el aria, sin la cabaletta correspondiente. O que se incluya el cuarteto del segundo acto (que no es, precisamente, la joya de la corona) y se deje fuera otros fragmentos de mayor inspiración. Es cierto que al no contar con coro el concierto, se han omitido todos los fragmentos donde la parte coral interviene, pero no es menos cierto que un festival de este nivel no puede guiarse por semejante racanería artística. Y es una pena porque entre los mimbres había algunos elementos muy interesantes para haber ofrecido una velada bastante disfrutable.

Un estupendo descubrimiento ha supuesto la soprano italiana Erika Grimaldi, cantante que no conocía, en el papel protagonista. Voz de lírica pura, tersa y homogénea en toda la tesitura, con una emisión sana y muy bien colocada, en posición alta desde el grave (que no se desfonda en ningún momento) y que busca la punta y el brillo desde el mismo origen. Los sonidos salen muy bien apoyados, con nitidez y expansión, lo que propicia un canto límpido y natural, y una zona aguda penetrante y esmaltada. En ese sentido, son admirables el campaneo de su voz en el cuarteto del segundo acto, o la pureza de las agilidades en el dúo con el barítono del último acto, que suenan luminosas y cristalinas, nada que ver con las gallinas de corral que nos endosan un día sí y otro también. El canto es ligadísimo y las frases a media voz, que la cantante no ahorra, están muy bien sostenidas. Viendo su currículum, se sabe que su carrera ya lleva un cierto curso (más de diez años) y que ha transcurrido sobre todo en repertorio lírico, o lírico con enjundia (Pamina, Mimi, Liu, Condesa, Fiordiligi, Donna Anna), por lo que este papel verdiano supone un límite que por el momento convendría que no sobrepasara. También parece que su deambular artístico ha transcurrido en torno al Regio de Turín, y a la sombra del maestro Noseda, de cuya batuta se nota en exceso cierta dependencia que sería bueno que disimulara, al menos delante del público. Habrá que seguirle la pista a esta interesante soprano.

Con el resto del reparto, bajamos unos cuantos escalones (en algún caso, varios pisos) y nos situamos en el nivel más de andar por casa que es común en el canto operístico contemporáneo. El tenor polaco Piotr Beczala encarna a Rodolfo en lo que creo supone su debut en el papel. En realidad, Beczala da igual lo que cante y lo que debute, porque todo suena exactamente igual de aburrido y de engolado. El papel de Miller, padre de la protagonista, corre a cargo de Simone Piazzola, que empieza descentrado en su escena solista (el primer fragmento del concierto), pasando apuros en la zona de paso y con todos los agudos en retaguardia. En el dúo con su hija, la cosa mejora un poco. Intenta un canto matizado y expresivo, y acaba resultando modosito, aunque con los defectos apuntados. Comparado con la pléyade de barítonos caninos que pueblan la tierra, no es de los peores.



El bajo Vitalij Kowaljow, en el papel del Conde Walter ofrece una voz hueca, nasal y de fraseo inerte, y Daniella Barcellona como la Duquesa Federica (parece que sus incursiones en territorio verdiano son cada vez más habituales) resulta cumplidora y aceptable. En el cuarteto se sacan de la manga a un bajo ignoto para que incorpore el papel de Wurm, y mejor habría sido que lo hubieran dejado donde estaba.

La dirección musical de Gianandrea Noseda es la otra gran baza de esta función. Desde la apasionada y fogosa obertura, el ímpetu del maestro no decae en ningún momento, haciendo partícipe a la orquesta (compuesta en su práctica totalidad por instrumentistas jovencísimos) de sus descargas eléctricas. Hay una gran pulsión rítmica y una extraordinaria tensión dramática a lo largo de todos los fragmentos, conjugado con un sonido pulcro y matizado. A destacar el dúo mezzo-tenor, el cuarteto, el acompañamiento alfombrado al aria del tenor (una pena que Beczala lo desaproveche), y toda la escena final, de altísimo voltaje teatral. Como curiosidad, señalar que Noseda besa la partitura de la obra que tiene sobre su atril al finalizar el concierto. Mejor prueba de amor que su interpretación no cabe, y hace mella en el lamento por haber perdido la ocasión de disfrutar de la obra en su totalidad.

lunes, 20 de julio de 2015

Rossini GUILLAUME TELL (Covent Garden 2015)

Gerald Finley (Guillaume)
John Osborn (Arnold)
Marlin Byström (Mathilde)

Antonio Pappano (Director)
Damiano Michieletto (Producción)


Tras unas cuantas décadas durmiendo el sueño de los justos, parece que en los últimos tiempos esta magna obra rossiniana (punto final en la carrera del compositor, pero casilla de salida para buena parte del operismo europeo del XIX) está viviendo un resurgir, si no esplendoroso (las exigencias máximas, en todos los sentidos, sobrepasan por completo el voluntarismo artístico, pero escaso de sustancia, que le suele dar cobijo), sí al menos con una cierta dignidad que le está permitiendo incorporarse con bastante asiduidad a los escenarios de muchos teatros de todo el mundo. Desde hace unas temporadas para acá, la obra ha podido verse (bien en escena, bien en concierto) en ciudades como París, Viena, Roma, Bolonia, Chicago, Amsterdam, Bruselas, Turín o Munich, además de los dos feudos rossinianos de Pésaro y Bad Wildbad. Incluso España, a través de Coruña, también ha aportado acento ibérico a este resurgimiento. Para la próxima temporada se anuncia la obra en Ginebra o Hamburgo, y más adelante está el esperadísimo retorno de Guillaume Tell al escenario del Metropolitan neoyorquino, del cual falta desde 1931. Por cierto, repasando los anales del MET, hay que frotarse los ojos para imaginarse lo que debió ser la velada en que allí cantaron la obra un reparto de absoluto ensueño, compuesto por Danise, Ponselle, Martinelli, Mardones y Didur. Es de agradecer además que, salvo alguna puntual excentricidad, la obra parece imponerse finalmente en su versión original francesa y no en la desvirtuada traducción italiana.


En esta ocasión le ha tocado el turno al Covent Garden, de Londres, que ha montado una nueva producción de la obra a cargo del director titular de la casa, Antonio Pappano, en la vertiente musical, y de la nueva estrella escénica, el italiano Damiano Michieletto. En el terceto protagonista (Finley, Byström y Osborn), tres cantantes que ya han interpretado la obra anteriormente a las órdenes de Pappano. El conjunto es disfrutable, más teniendo en cuenta las dificultades de la obra y también el habitual nivel operístico que se puede ver por el mundo.


El elemento vocal más destacado es el protagonista de Gerald Finley, quien cuenta con una voz muy adecuada para el papel, con un centro robusto y ancho (más de lo que yo le recordaba), y un timbre viril y contundente. La emisión es bastante aceptable, con alguna tendencia a la nasalidad (en este caso aprovechando la particular fonética francesa), muy evidente por ejemplo en la gran frase Mortelle disgrace del cuarteto del tercer acto. El personaje, que recoge la gran tradición de la tragedie francesa, se expresa sobre todo a través de un declamado amplio, heroico y noble, que Finley hace suyo, componiendo un Tell apasionado y perentorio, de gran eficacia escénica. En el aspecto expresivo, no se deja tentar, si bien a veces esté en el filo, por el desparrame verista, aunque convendría que cuidara en la pronunciación el exceso articulatorio de las consonantes oclusivas. En conjunto, una buena prestación, con una versión muy estimable y muy sentida de su momento solista, Sois immobile.



El tenor americano John Osborn, uno de los contados tenores habituales que pueden afrontar con ciertas garantías el personaje de Arnold, ofrece aquí la versión más floja de las varias que le he visto del papel. La voz está perdiendo frescura y esmalte, lo cual se pone de manifiesto ya desde el principio, en el dúo con el barítono. Va y viene, sin cogerle el punto en ningún momento, y el cantante tiene que ir sorteando los peligros como puede: abriendo el centro y el primer agudo, empujando, forzando, pero sin encontrarse a gusto en ningún momento. En su aria del cuarto acto, empieza con un buen recitativo, sigue con un aria problemática (para irse al agudo recurre al falsettone), y concluye con una cabaletta regulera pero con final feliz, con un agudo pillado un poco de soslayo pero que consigue mantener a base de una buena ración de gónadas.


El trío protagonista lo cerraba una muy floja Marlin Byström en el papel de Mathilde. La voz parece importante, pero la cantante es rudimentaria y pedestre. Su canto se reduce a una retahíla de sonidos guturales, fuera de sitio, descontrolados y estridentes. Una “ejecución” en toda regla lo que ofrece en su escena solista del tercer acto (una de las joyas de la partitura), resuelta a grito pelado, al igual que sus intervenciones en el concertante que cierra ese mismo acto.


Buen nivel el de los secundarios, que en esta obra casi nunca cumplen las mínimas expectativas, sobre todo en el sector grave: salvo Halfvarson (Melchtal), que está en las últimas, tanto Vinogradov (Walter), con una voz de timbre muy agradable, como Courjal (Gessler, personaje habitualmente masacrado), no constituyen el habitual atentado a los oídos del respetable. Cumple con holgura Fomina como Jemmy, y más flojos Enea Scala como el pescador (con la voz empotrada en la nariz en los ascensos al agudo), y Shkosa como Edwige, ésta completamente sorda y ahogada en su particular simulación de una voz de mezzo.


Magnífica, como era de esperar, la dirección de Pappano en una obra que conoce (y ama) a la perfección. Ya desde la obertura, diferencia muy bien el mundo bucólico y puro de la naturaleza, enfrentado al mundo violento y salvaje del invasor. En ese sentido, por ejemplo, es curioso cómo en la escena del primer acto de la bendición del amor conyugal, la música adquiere una significación casi religiosa, realzada además por la puesta en escena, que muestra la intensa unión, incluso en su sentido más físico (todos los personajes se embadurnan de tierra), entre los campesinos y el suelo que les da el sustento. La orquesta y el coro lo secundan admirablemente, tanto en los momentos más delicados (estupenda la gradación dinámica de las trompas fuera de escena en el primer acto; o el pizzicato morbidísimo, pero al mismo tiempo cargado de intensidad, en el motivo del primer grupo de conjurados; o la extraordinaria introducción del acto cuarto, densa y reconcentrada), como en los que se pide un sonido brillante y vigoroso, como en los finales de actos, o en toda la escena inicial del segundo cuadro del acto tercero.


Decepcionante, en cambio, la propuesta de Michieletto. Hay algún momento puntual atractivo, como la mencionada escena de resonancias telúricas, o detalles generales en la gran escena de los conjurados, pero en conjunto resulta una producción fea y efectista, y lo que es peor, con muy poca sustancia.


sábado, 11 de julio de 2015

El Reclinatorio


Titta Ruffo en Cristoforo Colombo ("Aman lassú le stelle")



Cual caballero andante, llevo un tiempo empeñado en defender el honor mancillado del commendatore Titta Ruffo, un cantante maltratado por el paso del tiempo, al hacerle culpable de la deriva canora de las últimas generaciones. Sostengo lo contrario: Ruffo fue un cantante extraordinario, de potente personalidad y voz prodigiosa, pero también de alta escuela, elevada inteligencia y notable sensibilidad. Su canto arrebatado y su incandescente expresividad fueron imitados por los que carecían de su talento y su dominio técnico, y el resultado fue la degeneración y la caricatura, pero de eso el commendatore poca culpa tenía.

He aquí otro ejemplo más de su maestría técnica. Se trata de uno de los momentos solistas del protagonista de Cristóforo Colombo, ópera compuesta por Alberto Franchetti para conmemorar el cuarto centenerario del descubrimiento de América, en 1892. La tesitura de la página es criminal con hasta 13 Fa naturales, más un Sol y un Lab (aunque aquí Franchetti se apiada del barítono y le ofrece un oppure más llevadero, donde sólo le pide… otro Fa3), pero es que además de todo ese ramillete de agudos, la página incide continuamente en la zona de paso del barítono (Do#, Re, Mi), donde hay que frasear y expresar con el exquisito lenguaje poético que usa el personaje para hablar de los astros y del mar, intentando apaciguar al personal de a bordo que empieza a impacientarse.


Las primeras frases ya inciden una y otra vez sobre el Re. El descenso al grave (un La) (0:33) es estupendo, pastoso, redondo, una nota de extraordinaria consistencia, y eso que el registro grave no era el fuerte de Ruffo. El ataque a media voz de la primera frase ("Aman lassú le stelle", 0:40) es precioso, y luego el adorno en “strani” (0:46) es de mucha clase, consiguiendo que esa voz suya, leonina, parezca seda pura. El sonido, perfectamente enmascarado, tiene una vibración y una pegada soberana, que desborda incluso lo arcaico y rudimentario de la grabación. Sobre cualquier vocal los sonidos son inmaculados, pero sobre la “i”, como por ejemplo en “palpiti” (0:58), “cosí” y “malia” (1:18 al 1:20), o el Fa3 en “via” (1:33), la penetración sonora es apabullante. Ese enmascaramiento y la perfecta solidez del apoyo le permiten una fluidez, una homogeneidad y un  legato absolutamente admirables. Los sonidos flotan  con una libertad asombrosa (como si fuera una pluma que no pesara nada, todo lo contrario que los cantantes actuales que parece que las voces les pesan tonelada y media), flexibles a la voluntad del intérprete, que puede hacer con ellos lo que le viene en gana para otorgar sentido y expresividad al canto. Así, cantar parece la cosa más fácil del mundo, incluso encima de un campo de minas como es la tesitura de este fragmento.

A partir de “per la conca d’argento” (2:06) y a medida que el desarrollo melódico se va galvanizando, el cantante despliega su habitual desborde pasional en un canto hecho de pura emoción pero desde el máximo control técnico, para desembocar en el monumental Lab de “ergi un vano splendor” (2:46) que en boca de Ruffo parece una nota tan natural y sencilla como cualquier otra. 

¡Al reclinatorio!...


Para comprender la tremenda dificultad de esta página, nada mejor que acudir a la versión de una eminencia vocal y cantante supremo como Pasquale Amato, quien, sin embargo, no se encuentra tan cómodo como Ruffo y palidece ante él. Juega en su contra, además, que el reprocesado de la vieja grabación no se ha realizado fielmente, y está casi medio tono más alta, circunstancia, por cierto, que también le ocurre a la versión de Ruffo en otra fuente que circula por youtube. La buena del pisano es la que se ha enlazado aquí.