Anja Harteros (Aida)
Ekaterina Semenchuk (Amneris)
Jonas Kaufmann (Radames)
Ludovic Tezier (Amonasro)
Erwin Schrott (Ramfis)
Accademia Santa Cecilia
ANTONIO PAPPANO
Para conmemorar sus primeros diez
años al frente de la Orquesta della Accademia Nazionale di Santa Cecilia de
Roma, Antonio Pappano ha tirado la casa por la ventana y ha reunido un reparto
all star para presentar uno de los títulos más atractivos y afamados del
repertorio: Aida, de Giuseppe Verdi. La verdad es que la labor del maestro
ítalo-británico al frente de la formación, se ha ido notando con el paso de los
años, y esta grabación es una prueba muy evidente de las bondades de dicha
orquesta.
Al igual que hicieran con el
Guillaume Tell rossiniano, la versión fue presentada primero en versión de
concierto y grabada al mismo tiempo para su posterior comercialización en disco
compacto. Y aquí está ya esta Aida tan esperada. Es indudable que la sombra de
Pappano se cierne en sentido positivo sobre todos los elementos que conforman
esta versión (cantantes-estrellas incluídos), consiguiendo de todos ellos los
mejores resultados. La gran virtud de la interpretación de Pappano es su
capacidad para rescatar de la obra verdiana todo el sustrato belcantista y de
refinamiento sonoro que la obra atesora, sin dejar por ello de realzar el vigor
y la fuerza dramática de los momentos de mayor tensión escénica. Ya desde el
mismo preludio, el detallismo y la fidelidad a los requerimientos de Verdi son
manifiestos, con una atención minuciosa a dinámicas y articulaciones (obligando
también a los cantantes a tener el máximo rigor en esos aspectos), así como la
claridad de texturas y la transparencia sonora, incluso en los momentos más
tumultuosos, aunque pueda achacársele alguna pesantez al final del segundo
acto. A destacar también la variedad de tímbricas y de colores (magnífica las
sonoridades ora dulces, ora fieras del dúo Aida/Amonasro del tercer acto, que
definen a la perfección estados de ánimo y las mutuas dependencias de los
personajes), o la intuición extraordinaria para acompañar el canto (un Celeste
Aida vaporoso, y un final de la obra cargado de espiritualidad, por ejemplo).
En conjunto, pues, una nueva muestra del grandísimo talento de uno de los mejores
directores musicales de nuestros días.
Anja Harteros prosigue con esta Aida
su itinerario verdiano, para entusiasmo de sus incondicionales (que al parecer
son bastantes), pero para desdoro de su apreciable carrera en otros campos. La
chica es modosita y apañadita, y en otros menesteres se las arregla para salir
airosa con su voz nebulosa y frígida, pero los Dioses del Olimpo no la han
llamado para transitar los campos de minas verdianos, porque a la voz le falta
pegada, consistencia y enjundia, y porque a la artista le falla su perenne
expresividad monjil, pacata y cursilona, más apropiada para la señorita Pepis
que para una heroína verdiana. Dicho todo esto, hay que reconocer que esta Aida
es, probablemente, su mejor labor en este terreno, sin duda debido al carácter
sumiso y dulce del personaje, con una línea de canto más horizontal y sosegada
que otros papeles ya abordados. Así, por ejemplo, en el dúo con Amneris hay
alguna frase buena (Tu sei felice, tu
sei possente) donde la tesitura parece más llevadera y la voz adquiere mayor
prestancia. Otro buen momento, de canto terso y sonidos vaporosos, es Lá tra
foreste vergine, del dúo del tercer acto con Radames. También son apreciables
los modales en la escena final, o en el bello ataque inicial de O patria mia,
pero los defectos y las carencias apuntadas siempre están presentes aquí y allá. Desde
las primeras frases, la voz parece deshilachada, sin sustancia, desvencijada.
En Ritorna vincitor, apoyada por Pappano, consigue algunas frases de mérito,
de canto etéreo, pero sin alma. No hay transmisión, todo suena demasiado
académico y remilgado. El centro pierde fuelle y el grave está ahogado, sin
capacidad para la expresión, con unos acentos pobres y desgarbados. A partir
del Sol y el La agudo la voz se desmigaja más, se descompone, llenándose de
aire y fibrosidades. Y los momentos de virtuosismo canoro ponen de manifiesto
que la técnica no es sólida: el ascenso al Do5, en O patria mia, es dificultoso
y no acaba de estar en su sitio. La smorzatura del La4 final de esa aria es
buena en principio, pero el sostén no es correcto y la nota acaba por irse al
limbo, al igual que ocurre con el Sib3 de fuggiam en el dúo del tercer acto
con Radames, que Verdi pide dolce. Queda claro que el star-system crea ídolos
con pies de barro.
Aceptable prestación en conjunto
la de Ekaterina Semenchuk, una voz que suena fresca y con buena presencia,
aunque como suele ocurrir con este tipo de cantantes, hay un exceso de oscurecimiento
y de rebote en el pecho, abusando de vicios habituales como transformar la
vocal “e” en una “a” para dar mayor robustez a los sonidos. Se muestra
atentísima a las gradaciones dinámicas (se supone que bajo la influencia de
Pappano, como se ha comentado) así como a la variedad del fraseo, con una línea
seductora y voluptuosa como se advierte desde el recitativo inicial, sobre
palabras claves como desideri… speranze.
En el bando masculino, destacar la
muy buena labor de la otra mega-estrella del espectáculo: Jonas Kaufmann. Como
ya hemos advertido por aquí, el tenor alemán es como un Guadiana musical que
aparece y desaparece, que unas veces sí está y otras veces “ni está ni se le
espera”, que un día da la de cal y otra la de arena, pero que, en definitiva,
nunca deja indiferente al personal. En este caso, ha tocado cara, componiendo
un Radames que casi se puede asegurar que no tiene rival en el panorama
contemporáneo. Con su estilo heterodoxo (y a veces un tanto chapucero) compone un
personaje perfectamente retratado en su dualidad de ardoroso caudillo e ingenuo
enamorado. Para ello se vale de su habitual entusiasmo y entrega al servicio de
una voz que hay que reconocer que cautiva por color y bruñidura, pero también
por la pulcra atención al texto verdiano. En las primeras frases del Celeste
Aida la voz suena acariciadora, envolvente, y los acentos reflejan a la
perfección el embeleso de un hombre absolutamente enamorado. Además, se regodea
en la faena y nos obsequia con un precioso engarce del final de la primera
estrofa con el comienzo de la segunda, en la repetición de Celeste Aida,
donde si hay toma de aire es casi imperceptible. Los Sib3 son buenos, y el
último está cogido en piano y luego morendo, como prescribe Verdi. Magnífica
versión, atentísimo (de nuevo la sombra de Pappano es alargada) a todas las
indicaciones de la partitura. Resuelve de buena manera el Sib3 en dolce, de Il
ciel de’ nostri amori, en el dúo con Aida del tercer acto. En cambio, es más
feo (un falsete bastante desgarbado) poco después el Sol3 en pianísimo (una
nota larga que hay que mantener durante un compás y medio) también sobre la
frase de’ nostri amor. Más sofocado se le ve en el Ah, fuggiam da queste
mura de ese mismo dúo. Es meritorio también el comienzo del último cuadro, con
la voz muy recogida, no exactamente como pide el compositor, pero adecuado a la
situación dramática. A partir de O terra addio, las delicuescencias canoras
exigidas por Verdi dan el pego en la voz de Kaufmann, aunque los sonidos no son
del todo ortodoxos, ya que falta algo más de apoyo y de consistencia.
La gran virtud de Ludovic Tezier
como Amonasro es que presenta un rey etíope cantado, y no ladrado, como suele
ser habitual. La clase de Pappano encuentra en el barítono francés un alumno
obediente en lo que concierne a mesura y orden musical. Son buenos los intentos
por cumplir las indicaciones de Verdi, de legato y sedosidad canora, en “Ma tu
re, tu signore possente”. El problema ahí es que la zona de paso no está bien
resuelta y la línea se resiente. También hay nivel, sin despendolamientos ni histerismos, en el dúo del tercer acto, bien contorneado, sin perder la compostura
en ningún momento, y siguiendo con bastante esmero las indicaciones de Verdi, a través de un canto matizado, franco e incluso por momentos elegante. El Ramfis de Erwin Schrott es cumplidor, aunque la voz
suena bastante gastada, sin la redondez de otros tiempos. La mala técnica va agotando
incluso las voces más dotadas por la naturaleza.
Nos la vendían como la Aida del
siglo (un siglo de sólo quince años, se entiende), y en ciertos aspectos casi
que se puede dar por buena la aseveración, aunque convendría mirar a nuestro
alrededor para rebajar los humos, porque es muy probable que, por desgracia, vivamos en el país de los ciegos.
Coincido en todas sus valoraciones artísticas y vocales sobre esta Aída , que parece que no se ha repetido en plaza alguna lamentablemente.
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