miércoles, 9 de diciembre de 2015

Verdi GIOVANNA D'ARCO (Scala, 7-XII-2015)

¡Viva Verdi... manque pierda!

Anna Netrebko (Giovanna)
Francesco Meli (Carlo)
Devid Cecconi (Giacomo)
Dmitry Belosselsky (Talbot)
Michele Mauro (Delil)

Riccardo Chailly (Dtor. Musical)
Moshe Leiser y Patrice Caurier (Producción)


Con el ceño fruncido (a día de hoy aún continúan así) llevan las mentes bienpensantes desde que Riccardo Chailly anunció hace ya un tiempo que inauguraría temporada y también su etapa como director musical del Teatro alla Scala, con un título “menor” de Verdi como es Giovanna d’Arco. Parece ser que los valedores de la moral pública y de la regeneración espiritual de Occidente, consideran que este título verdiano es indigno de tales honores y que sólo es merecedor de algunos  comentarios de conmiseración y poco más. Ha hecho bien, por tanto, el maestro Chailly en mantener su criterio y seguir adelante con el proyecto, por muchas vestiduras que se rasgaran. Además, no se trata de un simple capricho, porque su aprecio por esta obra del Verdi juvenil viene de varias décadas atrás, cuando, siendo director musical del Teatro Comunale de Bolonia, ya dirigió una producción, conservada en vídeo, y que supone una de las versiones de referencia de la obra.

Es cierto que Giovanna d’Arco no es una obra redonda (incluso un gran estudioso verdiano como Julian Budden tampoco muestra grandes entusiasmos por ella), pero aún así tiene muchos puntos de interés y merece ser escuchada con atención. La influencia meyerbeeriana (sobre todo proveniente de Robert le diable), a la que Verdi en aquellos años era tan proclive (Giovanna d’Arco se estrenó en La Scala, en 1845), es muy evidente, tanto en la construcción de grandes escenas, de amplia elaboración formal y que tienden a ir borrando las férreas estructuras de la ópera italiana (la escena inicial; toda la escena del templo; parte final de la ópera), como por el interés hacia los mundos ultraterrenales, místicos o diabólicos. Asimismo, se pueden encontrar a lo largo de la obra muchas semillas de lo que luego serían grandes frutos  verdianos (aquí y allá parece entreverse Traviata, Trovatore, Ballo, Don Carlo, y por supuesto Macbeth). Por si todo esto fuera poco, encontramos, como siempre en el Verdi “de galeras”, ese ímpetu fogoso y juvenil, reflejado en unas melodías exuberantes y plenas de calidez que son capaces de ganarse al oyente por su enorme atractivo, por encima incluso de unos acompañamientos y de unas armonías no excesivamente elaboradas. En mi opinión, Giovanna d’Arco no es una obra maestra, pero dentro del pelotón de títulos verdianos puede ocupar un zona media muy digna.

Aparte del protagonismo del maestro Chailly en el foso, la gran estrella de la velada era la soprano rusa Anna Netrebko, quien ha abandonado desde hace un tiempo su repertorio más habitual de soprano lírica, para adentrarse en los pedregosos terrenos del Verdi más exigente. El papel de Giovanna lo había debutado ya en Salzburgo hace un par de años, pero tan solo en versión de concierto, de la cual además se extrajo una grabación en disco compacto. Estas funciones scaligeras suponen por lo tanto su debut escénico. El papel, en principio, parece muy apropiado para las circunstancias actuales de su voz, sin embargo el resultado no acaba de ser todo lo redondo que cabía esperar. La soprano rusa sigue empeñada en ensanchar excesivamente su voz y en otorgar a su canto unas sonoridades demasiado ampulosas, lo cual, unido al hecho de que la emisión suena algo retrasada, hacen que su canto peque de artificioso y poco natural, y por ende con escasa transmisión. Tampoco las características apuntadas ayudan en un personaje como Giovanna, que además de su faceta guerrera, tiene también un perfil más ingenuo, de sencilla y devota campesina, que se pone muy de manifiesto sobre todo en sus dos momentos solistas, donde a Netrebko le falta flexibilidad para plegarse a ese canto estático y elegíaco, que es imposible de conseguir si no se aligera algo la emisión (veáse esa primera frase de “O fatidica foresta”, con casi todas las vocales oscurecidas). Otro tanto ocurre en el dúo con el tenor, donde a frases como “Ah, perché sui campi in guerra” les falta un punto de abandono y un legato más fluído. Lo que sí es de alabar es la exultante entrega y el generoso entusiasmo de la cantante, que no ahorra ni escatima su torrente vocal, sabedora de que cuenta con un material extraordinario. A veces incluso puede resultar excesivo tal derroche porque se bordea lo histérico por momentos, con algunos sonidos desgarrados y fibrosos, sobre todo en el tercio agudo. En suma, una interpretación meritoria (aclamadísima por el público de la prima), dadas las dificultades del papel, con momentos de buena línea, pero que es una pena que no se redondee por vicios absurdos y conceptos equivocados.

Francesco Meli en el papel del rey Carlo VII ofrece, como es habitual en él, la belleza mediterránea del timbre, su canto entregado y entusiasta, y sus intentos por dar variedad y matices al fraseo. Comparado con lo que hay por ahí, es agradable de escuchar, pero tiene muchas lagunas técnicas que sigue sin atajar, y que ya empiezan a hacer mella en la frescura de la voz, y también en las dificultades para encaramarse a los agudos, que hasta hace no mucho le resultaban bastante fáciles. La frecuencia de un repertorio cada vez más pesado sin tener los papeles técnicos completamente en regla suelen provocar estos percances. Abundan los sonidos abiertos (sobre todo en la zona de paso) y los ataques desde abajo, mientras que la voz acusa también una cierta rigidez que le impiden, por ejemplo, sortear las notas de adorno con algo más de elegancia. Como suele ser habitual en los cantantes poco duchos con la técnica, en los momentos de canto etéreo acude al vulgar falsete (dúo del acto segundo con Giovanna), y tampoco le encuentra el punto a la exposición de una melodía como “Vieni al tempio e ti consola”, que pide un refinamiento y un colorido muy particular, de auténtico belcantista. Meli da las notas y la cosa le queda apañada. Algo es algo.

Para el papel del padre de Giovanna (Giacomo) estaba previsto nuestro Carlos Alvarez, pero por desgracia una bronquitis a pocos días del ensayo general, lo han postergado de estas primeras funciones. En su lugar se ha colocado deprisa y corriendo a un tal Devid Cecconi, que bastante ha hecho con salir del paso. Cantante de nulo interés, con la voz en el cogote, timbre opaco, y escaso de luces y de imaginación a la hora de frasear. Su parte es muy donizettiana, caracterizada por esas típicas "cantilenas-trampa", que necesitan de un artista consumado para sacarles partido. En manos de un cantante vulgar como es este caso, esa melodías resultan planas, insulsas y de escaso relieve expresivo.

La labor del maestro Riccardo Chailly comenzó con algo de estruendo y de sonido pachanguero en la obertura, pero se fue asentando y reconcentrando a lo largo de la obra, hasta redondear una versión de muy buen nivel. Lejos de dejarse arrastrar por el característico vigor verdiano en cabalgadas y galopes efectistas, todo aparece medido en sus justos términos, sin por ello perder electricidad ni fuerza. El maestro, además, sabedor de que no todos los momentos de la partitura brillan a igual altura, trata de amortiguar las caídas por medio de puntuales juegos de tempo y dinámica en los acompañamientos más convencionales, o resaltando algún detalle peculiar de la orquestación (escena del barítono en el campo inglés). A destacar por ejemplo el estupendo relieve dramático que consigue dar al dúo padre-hija del último acto, sin perder por ello ni una pizca de cantabilidad. O el magnífico resultado del gran dúo soprano-tenor que cierra el primer acto, de gran riqueza expresiva y con un extraordinario dominio de la expansión melódica en la exposición de una frase tan gloriosa como es "É puro l’aere, limpido il ciel". Añadir también la magnífica labor de los coros de La Scala, que suelen mostrarse imbatible en este repertorio. Empaste, calidez, tersura, robustez, incisividad, acentuación... Una lección magistral de canto verdiano.

La puesta en escena, obra de la dupla francesa compuesta por Moshe Leiser y Patrice Caurier, peca de falta de respiro, al desarrollarse toda ella entre cuatro paredes, aunque éstas a veces se transparenten para que se pueda ver al coro, o bien se transformen en pantallas donde se proyectan algunos de los acontecimientos que rodean toda la trama. Sin embargo, la falta de espacios abiertos entra en flagrante contradicción en una obra como ésta, que ya desde la misma obertura establece su marco de acción: la naturaleza revuelta, la campiña serena y bucólica, y los campos de batalla. Aún así, se deja ver porque es variada y colorista, y contiene algunos buenos golpes de efecto.

¡Viva Giovanna y Viva Verdi!...