lunes, 8 de junio de 2015

Moreno Torroba LA MARCHENERA (Teatro de la Zarzuela 2015)

La segunda ración de esta dieta hipocalórica de zarzuela, consistió en unas pocas funciones, de nuevo semiescenificadas, de La Marchenera, de Moreno Torroba. También una magnífica elección, por lo que supone de recuperación escénica, y porque la partitura bien lo merece. Estamos hablando, en nuestra opinión, de la mejor partitura teatral de Torroba, codo con codo con La chulapona. Es verdad que Luisa Fernanda se lleva la fama, pero son otras las que cardan la lana... El compositor madrileño da aquí rienda suelta a su característico estilo neoclasicista, que entronca con la zarzuela isabelina de sus antepasados, bebiendo de las fuentes populares pero enriqueciéndolas con ese trazo exquisito y refinado, marca de la casa. Además, y para mayor motivo de dicha, se ofreció la partitura rigurosamente completa (salvo algún fragmento que el propio compositor retiró a raiz del estreno, y que bien se podía haber aprovechado para recuperar casi como primicia), hecho que no ocurría en la única grabación existente que, para más inri, está dirigido por el mismo Moreno Torroba. En dicha grabación no sólo había mutilaciones internas dentro de muchos números, sino que se habían cercenado por completo dos fragmentos enteros, entre ellos la bellísima romanza del tenor, “Callada noche andaluza”. Es de todo punto incomprensible que Torroba no incluyera en la grabación un fragmento de tan altísima calidad musical. La única explicación es que el tenor protagonista (Carlos Munguía) se encontrara indispuesto en aquellas grabaciones que casi se hacían en un abrir y cerrar de ojos, sin tiempo material para permitir el restablecimiento en el caso de cualquier indisposición de algunos de los protagonistas. Por fortuna, contamos con la antigua grabación de Delfín Pulido (el primer Don Félix de Samaniego, en el estreno de la obra), una versión de absoluta referencia por el nivel artístico del cantante y por la capacidad evocadora que desprende su interpretación. Para aquéllos que no conozcan ni la romanza ni esta versión, aquí la pueden disfrutar:

Romanza "Callada noche andaluza" (Delfín Pulido) Al principio, hay alguna puntual incomodidad sobre la palabra "misticamente", que incide sobre el Sol3, zona conflictiva para cualquier tenor. Pulido se adorna, con mucho encanto y asimilando el "florilegio" típico del canto andaluz, en palabras y frases como "rejas", "florecidas", "que son altares", o "con relicarios". Bella la sfumatura sobre la palabra "luz", para luego engarzar, en piano y rallentando, como pide la partitura, con la frase "Tus horas fueron". Pero la joya de la interpretación llega en la frase "de la ilusión", que se va desvaneciendo hasta el suspiro para enlazar, en un sólo aliento, con la siguiente "ilusión que al nacer". Aquí el cantante, con un extraordinario instinto musical, aprovecha la preciosa modulación a Re Mayor para llenar de luz su interpretación. Pulido, en el estilo tan típico de la época y que tanto había ayudado a poner de moda el gran Miguel Fleta, hace alardes de control del aire, sosteniendo las frases, recogiendo y expandiendo los sonidos, pero sin perder apoyo, sin caer en el vulgar falsete, sino siempre con un sonido vaporoso pero consistente, alado pero con sustancia. Bella también la frase final que acaba con un La3 en pianísimo, en el cual, sin embargo, se advierte alguna ligera oscilación. Una interpretación, en definitiva, que es un ejemplo de eso que se llama "musicalidad", es decir la capacidad de un cantante para extraer la esencia de un fragmento musical, y la sabiduría no sólo para recrear esa esencia, sino tambien para dimensionarla.

Volviendo al presente, mucho más común y prosaico, señalar que, al contrario de lo que había ocurrido en La Dogaresa, se contó con un cuarteto vocal de cantantes afamados y de importante trayectoria, si bien tampoco se puede decir que los resultados fueran excesivamente satisfactorios. Los cuatro protagonistas (Navarro, Ignacio, Roy y Alvarez) pecan, a grandes rasgos, de lo mismo: querer aparentar más voz de la que tienen, por lo cual de sus respectivas gargantas surgen unos sonidos tochos, abombados y plomizos que a los cuatro les cuesta Dios y ayuda manejar con una mínima solvencia. Todo se reduce a un esfuerzo muscular para tratar de sostener esas apariencias vocales. El canto se convierte así en un ejercicio exclusivamente atlético, sin que quepa la posibilidad del sosiego canoro, de recrearse en la faena, de maniobrar con los sonidos, o de dar verosimilitud y expresión al texto musical. Si cada uno de ellos se limitara a cantar con su voz (y con una técnica mínimamente pulida), otro gallo cantaría (valga la redundancia).

Con todo, lo peor vino por parte de Rocío Ignacio, una cantante de escaso bagaje técnico e incapaz, por tanto, de un mínimo control de su voz. Si encima de eso, se dedica a ensanchar artificialmente los sonidos, el resultado no puede ser más evidente: una cantante que apenas rebasa la treintena, pero cuya voz parece la de una anciana. Vibrato sin mesura, sonidos desajustados, aspereza y acidez apenas asciende por la tesitura, e incapacidad absoluta para sostener los contados descensos al registro grave (en el cuarteto final, donde hay frases que inciden sobre el Mi3, que tampoco es que sea la fosa de las Marianas, el quebranto y el ahogo fueron manifiestos). A día de hoy, la señora Ignacio debería replantearse los cimientos de su carrera artística. Aún está a tiempo.

Alejandro Roy tiene una voz interesante en origen, pero de nuevo nos encontramos con sonidos hinchados, artificiales, que el cantante sólo puede sostener a través de un canto sofocado y muscular, que no permite la más mínima variedad expresiva: todo cantado a pleno pulmón, en forte o en mezzoforte. La ya mencionada romanza del tercer acto, que pide recogimiento, tonos crepusculares y acentos cautivadores, pasó sin pena ni gloria. Entre el canto desplegado por Roy en dicha romanza y el que hubiera merecido una jota, poca diferencia habría. Y sí, el respetable se entusiasma con sus subidas al agudo, su desparrame vocal, y su expansión sonora, pero, por más que se empeñe, lo que ofrece tiene más de sonidos fibrosos y voluminosos, que de trompeteo y verdadera enjundia.


Con estas funciones retornaba al escenario de la calle de Jovellanos, Carlos Alvarez, tras años de ausencia por sus compromisos internacionales y también por sus padecimientos físicos de los últimos tiempos. Nos congratulamos de su restablecimiento y de que pueda seguir con normalidad su carrera artística. Dicho esto, también conviene decir que Alvarez es un cantante que nunca nos ha entusiasmado, y a día de hoy sigue sin hacerlo. En su caso, una emisión artificiosa y poco natural, lleva consigo una línea de canto monocorde y cuadriculada. El paso del tiempo lo único que ha conseguido es acrecentar ambos vicios. Y por último, Amparo Navarro en el papel de la marchenera protagonista, que fue el único elemento del reparto que intentó darle un mínimo de expresión a su canto y salirse un poco del atasco vocal que llenaba el escenario. Sin embargo, los vicios generales ya apuntados (voz ensanchada con artificios; incapacidad, por consiguiente, para sostener la estructura vocal; y cierta sensación de desfondamiento y de fatiga), hicieron que las buenas intenciones sólo quedaran en eso.

En el amplio reparto de personajes secundarios, hubo poco que destacar, salvo algunos errores de distribución muy evidentes. No se entiende, por ejemplo, que se desaprovechara un elemento cómico de nivel como Enrique R.del Portal (a quien se le adjudicó el episódico papel de Cárdenas, que sólo tiene un par de frases cantadas), que podría haber compuesto un Orentino (el tenor cómico de la obra) muy eficiente, para en su lugar darle el papel a Gabriel Blanco, que lo cantó como si estuviera interpretando el Turiddu, de Cavalleria Rusticana. Es imposible hacerlo peor. Con una voz, de tesitura incierta, completamente desconchabada, y haciendo alarde además de un absoluto desconocimiento estilístico de en qué consiste un personaje cómico de zarzuela. A su lado, Amelia Font hizo el papel de la tiple cómica, Taravilla. Otro evidente error de reparto. La señora Font sí conoce los entresijos y las particularidades de los papeles cómicos zarzuelísticos, pero su voz ya no está para estos trotes.


Lo mejor vino del foso. Miguel Ángel Gómez Martínez, como es habitual en él, consiguió hacer sonar a la orquesta con un mínimo de categoría, y aportó transparencia en las texturas, elegancia sonora y gusto por los detalles. Magnífico, por ejemplo, el final del primer acto, muy bien balanceado, con la exquisita entrada del coro, en piano, con el motivo de “Cuando en la noche callada”, y el subsiguiente concertante, para rematarlo con la filigrana dinámica (piano/ forte/ piano) con la cual Moreno Torroba concluye el acto, en un sorprendente y bellísimo efecto. Sin embargo, le faltó cintura y sandunga en los números de sabor popular. La petenera, el zapateado o el preludio del tercer acto (que también incluye un zapateado), por ejemplo, resultaron académicos, metronómicos, escasos de gracia y donaire. En este tipo de música, o sueltas la pelvis, o dejas al personal como si estuviera en misa de doce. En cualquier caso, esperamos seguir contando con el maestro granadino para estos menesteres zarzuelísticos, tras el inicial y comedido Juramento, y el magistral y perfumado Manojo del año pasado.

Finalmente, comentar el añadido teatral que acompañaba y envolvía la interpretación musical.  De nuevo, como en La Dogaresa, fue Javier de Dios el encargado de esta labor, y tampoco pareció acertar demasiado, en este caso por exceso. Dos personajes (un empresario y un joven libretista, interpretados por los actores Fernando Sansegundo, con cierta propensión a vocear, y Javier Muñoz, respectivamente) elaboran el libreto de una zarzuela (se supone que de la propia Marchenera), lo que da pie para que surjan entre ellos discusiones y controversias sobre el mundo del teatro visto desde diversas perspectivas. El texto estaba currado y aportaba reflexiones interesantes, pero más apropiado para otro contexto. En éste, parecía metido con calzador y distanciaba del asunto musical, además de alargar en exceso la función y distraer demasiado la atención. Tanto es así, que de un número musical a otro, se perdía el hilo de la zarzuela y ya no se acordaba uno de por dónde iba la historia, ni qué rayos había ido a ver.

Pasado este purgatorio de abstinencia zarzuelística, parece que el próximo curso retorna el sentido común a la programación, y el Teatro de la Zarzuela vuelve a hacer honor a su nombre. Errare humanum est.



viernes, 5 de junio de 2015

Millán LA DOGARESA (Teatro de la Zarzuela 2015)

En esta extraña (y por momentos surrealista) temporada del Teatro de la Zarzuela, en la cual ha habido casi de todo menos zarzuela (si obviamos la propuesta, a principios de temporada, de Los diamantes de la corona, pero que era una mera reposición), por fin parece que le ha llegado el turno al género que da nombre al teatro. Eso sí, estamos finalizando la temporada y las propuestas han sido en versión de concierto, con una leve escenificación. Los títulos que rellenan el espacio dedicado al género lírico nacional son La dogaresa y La marchenera. En la elección de ambos, sí que hay que aplaudir a la dirección del teatro, por cuanto se trata de dos partituras que duermen en las estanterías desde hace décadas. Nos centramos en este caso en la primera de ellas, La dogaresa.

Fue Rafael Millán un compositor dotadísimo al que, por desgracia, una enfermedad cerebral degenerativa dejó postrado en una silla de ruedas cuando apenas había cumplido la treintena. Como relata Marcos Redondo en sus memorias, parece ser que sus obras gustaban mucho más en Barcelona que en Madrid, donde ninguno de sus títulos acabó nunca por imponerse con claridad. Sin embargo, el barítono de Pozoblanco reconocía que, de todos los compositores de aquella generación, era al que más agradecido estaba. En el caso concreto de La dogaresa, nos encontramos ante una obra de fresca inspiración melódica con claros ribetes de opereta, si bien el argumento alcanza en algunos momentos unos derroteros francamente dramáticos, y con algunos personajes (caso del barítono) de una cierta complejidad de carácter. A destacar también la buena recreación atmosférica de la obra, que se desarrolla, como es obvio por el título, en Venecia, cuyos canales, góndolas y sonoridades acuáticas se hacen muy presentes en algunos momentos de la partitura.



La dramatización llevada a cabo en esta ocasión, a cargo de Javier de Dios, no pareció excesivamente elaborada, sino que muy al contrario dio más bien síntomas de cierta rutina o falta de ideas. Se limitó a ir contando el argumento a través de los personajes de Marco y Rosina (los dos únicos que se desdoblaron entre actor y cantante, e incorporados respectivamente por David Lorente y Beatriz Argüello), quienes iban dando paso a los números musicales. Los cantantes, en traje de concierto, hacían acto de presencia en el escenario, cantaban sus partes y volvían a salir, sin apenas implicarse mucho en el aspecto dramático de la historia. El coro permanecía en escena toda la obra sentado al fondo del escenario. Tanto el vestuario de los dos actores que hicieron de maestros de ceremonias, como los escasos telones pintados que acompañaron algunos de los números musicales, desprendían un irremediable aroma a rancio y a naftalina.

La parte vocal no acabó tampoco de levantar los ánimos de la velada. El quinteto protagonista (Marietta, Rosina, Paolo, Miccone y Zabulón) procedía casi al completo de ganadores (o destacados participantes) de anteriores certámenes del concurso de canto de la Fundación Guerrero. ¡Malos tiempos se avecinan para la lírica si éstos son los mejores ejemplares de entre las nuevas generaciones!... El elemento más destacado fue Ximena Agurto, soprano peruana, de buenos y suaves modales canoros, aunque con cierta querencia a lo almibarado. Sus dos momentos solistas fueron lo mejor de la noche; no para que se desbocara el entusiasmo, pero sí al menos para una escucha sin demasiados padecimientos. Sin embargo, a partir del Fa/Sol agudo, esos buenos modales canoros mencionados, se descontrolan bastante, perdiendo esmalte y tersura la voz, y apareciendo un vibrato muy perceptible y unos sonidos con tendencia a lo agrio y a lo destemplado. Sería bueno que la cantante fuera consciente de esos defectos para que los corrija cuanto antes.




Salvable la Rosina de María José Martos (el único elemento del reparto con recorrido artístico de cierta envergadura), aunque no pareció cómoda en ningún momento con la tesitura del papel, que le quedaba muy grave para su voz. El tenor Sergio Escobar hizo las delicias de los aficionados que se solazan con “el burro grande… ande o no ande”. Es cierto que su voz, de primeras, llama la atención por el volumen y la bruñidura, pero pasado ese primer atisbo sonoro, el encanto desaparece. Estamos ante el típico cantante que basa toda su actuación en soltar chorro de voz y "pepinazos", obviando por completo las más elementales reglas del canto, en cuanto a línea, fraseo, distinción, control y demás características que marcan la diferencia entre “cantar” y “dar notas” (la mayoría de las veces, además, muy mal dadas).

Peor aún anduvo la cosa entre las voces graves. El barítono coreano Jong-Hoon Heo (que de barítono tiene poco, pues se trata más bien de un tenor corto) desperdició un papel bombón como el de Miccone, que le sobrepasaba por todos lados. La voz, pésimamente emitida y peor manejada, se quedaba en el cuello de la camisa, y apenas quedaba reducida a un murmullo casi inaudible. Tres cuartos de lo mismo que pasaba con el búlgaro Ivo Stanchev, la clásica voz de bajo dura y áspera, empotrada en la garganta, y con escaso recorrido y expansión. Particular mención, por último, para Milagros Martín, quien incorporaba el papel de La Hechicera, con una voz cada día mas desfondada y hundida en los abismos. Guardamos un profundo afecto a la señora Martín, que siempre ha sido una zarzuelera de raza, pero su canto poco a poco se ha ido viciando, en un vano intento de camuflar el paso del tiempo inventándose una voz de supuesta contralto, que ni tuvo ni tendrá. La afectación de su canto y su sobreactuación escénica fueron tan excesivas que por momentos parecía la caricatura de la gitana Azucena, hecha del mismo molde que aquélla que tan genialmente reflejaron los hermanos Marx en la inmortal Una noche en la ópera.



La orquesta no fue en esta ocasión la titular del teatro (la Orquesta de la Comunidad de Madrid), sino la Sinfónica de Navarra, a las órdenes de Cristóbal Soler, quien pareció esta vez algo más inspirado de lo que en él suele ser habitual. Aún asi, su tendencia al estruendo y al sonido bandístico y poco matizado, parecen una seña de identidad casi inevitable en sus prestaciones.


Con todos los peros apuntados, es siempre un placer poder escuchar por fin en vivo estos títulos zarzuelísticos tan olvidados, y (se supone) en unas condiciones artísticas lo más favorable posibles. De agradecer también que por fin hayamos podido escuchar la partitura en toda su integridad, ya que en ninguna de las dos versiones discográficas disponibles, está grabada toda la música. Tanto la de Marco (aunque en menor cantidad), como, por supuesto, la de Argenta (donde brillan las tijeras) tenían eso que ahora está tan de moda: los recortes.