viernes, 27 de noviembre de 2015

Verdi AIDA (Warner Classics - 2015)

Un Pappano con mando en plaza

Anja Harteros (Aida)
Ekaterina Semenchuk (Amneris)
Jonas Kaufmann (Radames)
Ludovic Tezier (Amonasro)
Erwin Schrott (Ramfis)

Accademia Santa Cecilia
ANTONIO PAPPANO


Para conmemorar sus primeros diez años al frente de la Orquesta della Accademia Nazionale di Santa Cecilia de Roma, Antonio Pappano ha tirado la casa por la ventana y ha reunido un reparto all star para presentar uno de los títulos más atractivos y afamados del repertorio: Aida, de Giuseppe Verdi. La verdad es que la labor del maestro ítalo-británico al frente de la formación, se ha ido notando con el paso de los años, y esta grabación es una prueba muy evidente de las bondades de dicha orquesta.

Al igual que hicieran con el Guillaume Tell rossiniano, la versión fue presentada primero en versión de concierto y grabada al mismo tiempo para su posterior comercialización en disco compacto. Y aquí está ya esta Aida tan esperada. Es indudable que la sombra de Pappano se cierne en sentido positivo sobre todos los elementos que conforman esta versión (cantantes-estrellas incluídos), consiguiendo de todos ellos los mejores resultados. La gran virtud de la interpretación de Pappano es su capacidad para rescatar de la obra verdiana todo el sustrato belcantista y de refinamiento sonoro que la obra atesora, sin dejar por ello de realzar el vigor y la fuerza dramática de los momentos de mayor tensión escénica. Ya desde el mismo preludio, el detallismo y la fidelidad a los requerimientos de Verdi son manifiestos, con una atención minuciosa a dinámicas y articulaciones (obligando también a los cantantes a tener el máximo rigor en esos aspectos), así como la claridad de texturas y la transparencia sonora, incluso en los momentos más tumultuosos, aunque pueda achacársele alguna pesantez al final del segundo acto. A destacar también la variedad de tímbricas y de colores (magnífica las sonoridades ora dulces, ora fieras del dúo Aida/Amonasro del tercer acto, que definen a la perfección estados de ánimo y las mutuas dependencias de los personajes), o la intuición extraordinaria para acompañar el canto (un Celeste Aida vaporoso, y un final de la obra cargado de espiritualidad, por ejemplo). En conjunto, pues, una nueva muestra del grandísimo talento de uno de los mejores directores musicales de nuestros días.

Anja Harteros prosigue con esta Aida su itinerario verdiano, para entusiasmo de sus incondicionales (que al parecer son bastantes), pero para desdoro de su apreciable carrera en otros campos. La chica es modosita y apañadita, y en otros menesteres se las arregla para salir airosa con su voz nebulosa y frígida, pero los Dioses del Olimpo no la han llamado para transitar los campos de minas verdianos, porque a la voz le falta pegada, consistencia y enjundia, y porque a la artista le falla su perenne expresividad monjil, pacata y cursilona, más apropiada para la señorita Pepis que para una heroína verdiana. Dicho todo esto, hay que reconocer que esta Aida es, probablemente, su mejor labor en este terreno, sin duda debido al carácter sumiso y dulce del personaje, con una línea de canto más horizontal y sosegada que otros papeles ya abordados. Así, por ejemplo, en el dúo con Amneris hay alguna frase buena  (Tu sei felice, tu sei possente) donde la tesitura parece más llevadera y la voz adquiere mayor prestancia. Otro buen momento, de canto terso y sonidos vaporosos, es Lá tra foreste vergine, del dúo del tercer acto con Radames. También son apreciables los modales en la escena final, o en el bello ataque inicial de O patria mia, pero los defectos y las carencias apuntadas siempre están presentes aquí y allá. Desde las primeras frases, la voz parece deshilachada, sin sustancia, desvencijada. En Ritorna vincitor, apoyada por Pappano, consigue algunas frases de mérito, de canto etéreo, pero sin alma. No hay transmisión, todo suena demasiado académico y remilgado. El centro pierde fuelle y el grave está ahogado, sin capacidad para la expresión, con unos acentos pobres y desgarbados. A partir del Sol y el La agudo la voz se desmigaja más, se descompone, llenándose de aire y fibrosidades. Y los momentos de virtuosismo canoro ponen de manifiesto que la técnica no es sólida: el ascenso al Do5, en O patria mia, es dificultoso y no acaba de estar en su sitio. La smorzatura del La4 final de esa aria es buena en principio, pero el sostén no es correcto y la nota acaba por irse al limbo, al igual que ocurre con el Sib3 de fuggiam en el dúo del tercer acto con Radames, que Verdi pide dolce. Queda claro que el star-system crea ídolos con pies de barro.

Aceptable prestación en conjunto la de Ekaterina Semenchuk, una voz que suena fresca y con buena presencia, aunque como suele ocurrir con este tipo de cantantes, hay un exceso de oscurecimiento y de rebote en el pecho, abusando de vicios habituales como transformar la vocal “e” en una “a” para dar mayor robustez a los sonidos. Se muestra atentísima a las gradaciones dinámicas (se supone que bajo la influencia de Pappano, como se ha comentado) así como a la variedad del fraseo, con una línea seductora y voluptuosa como se advierte desde el recitativo inicial, sobre palabras claves como desideri… speranze.

En el bando masculino, destacar la muy buena labor de la otra mega-estrella del espectáculo: Jonas Kaufmann. Como ya hemos advertido por aquí, el tenor alemán es como un Guadiana musical que aparece y desaparece, que unas veces sí está y otras veces “ni está ni se le espera”, que un día da la de cal y otra la de arena, pero que, en definitiva, nunca deja indiferente al personal. En este caso, ha tocado cara, componiendo un Radames que casi se puede asegurar que no tiene rival en el panorama contemporáneo. Con su estilo heterodoxo (y a veces un tanto chapucero) compone un personaje perfectamente retratado en su dualidad de ardoroso caudillo e ingenuo enamorado. Para ello se vale de su habitual entusiasmo y entrega al servicio de una voz que hay que reconocer que cautiva por color y bruñidura, pero también por la pulcra atención al texto verdiano. En las primeras frases del Celeste Aida la voz suena acariciadora, envolvente, y los acentos reflejan a la perfección el embeleso de un hombre absolutamente enamorado. Además, se regodea en la faena y nos obsequia con un precioso engarce del final de la primera estrofa con el comienzo de la segunda, en la repetición de Celeste Aida, donde si hay toma de aire es casi imperceptible. Los Sib3 son buenos, y el último está cogido en piano y luego morendo, como prescribe Verdi. Magnífica versión, atentísimo (de nuevo la sombra de Pappano es alargada) a todas las indicaciones de la partitura. Resuelve de buena manera el Sib3 en dolce, de Il ciel de’ nostri amori, en el dúo con Aida del tercer acto. En cambio, es más feo (un falsete bastante desgarbado) poco después el Sol3 en pianísimo (una nota larga que hay que mantener durante un compás y medio) también sobre la frase de’ nostri amor. Más sofocado se le ve en el Ah, fuggiam da queste mura de ese mismo dúo. Es meritorio también el comienzo del último cuadro, con la voz muy recogida, no exactamente como pide el compositor, pero adecuado a la situación dramática. A partir de O terra addio, las delicuescencias canoras exigidas por Verdi dan el pego en la voz de Kaufmann, aunque los sonidos no son del todo ortodoxos, ya que falta algo más de apoyo y de consistencia.

La gran virtud de Ludovic Tezier como Amonasro es que presenta un rey etíope cantado, y no ladrado, como suele ser habitual. La clase de Pappano encuentra en el barítono francés un alumno obediente en lo que concierne a mesura y orden musical. Son buenos los intentos por cumplir las indicaciones de Verdi, de legato y sedosidad canora, en “Ma tu re, tu signore possente”. El problema ahí es que la zona de paso no está bien resuelta y la línea se resiente. También hay nivel, sin despendolamientos ni histerismos, en el dúo del tercer acto, bien contorneado, sin perder la compostura en ningún momento, y siguiendo con bastante esmero las indicaciones de Verdi, a través de un canto matizado, franco e incluso por momentos elegante. El Ramfis de Erwin Schrott es cumplidor, aunque la voz suena bastante gastada, sin la redondez de otros tiempos. La mala técnica va agotando incluso las voces más dotadas por la naturaleza.

Nos la vendían como la Aida del siglo (un siglo de sólo quince años, se entiende), y en ciertos aspectos casi que se puede dar por buena la aseveración, aunque convendría mirar a nuestro alrededor para rebajar los humos, porque es muy probable que, por desgracia, vivamos en el país de los ciegos.