martes, 26 de julio de 2016

Bellini I PURITANI (Teatro Real, 24-VII-2016)

Solo ante el peligro

La conquista de París era la meta más ansiada por los compositores operísticos italianos de la primera mitad del siglo XIX. Cherubini y Spontini habían sido pioneros, Rossini conquistó el trono de Francia desde su llegada y ya no lo soltó, y posteriormente Donizetti, Mercadante o Verdi también buscaron la gloria parisina, con mayor o menor fortuna. En el caso de Vincenzo Bellini su carta de presentación (y de despedida, porque pocos meses después falleció) fue I Puritani. El triunfo fue histórico y apoteósico, y sería el propio compositor (engreído y ladino como pocos) quien se encargaría de propagar a los cuatro vientos su victoria, afirmando que quedaba claro que él era el más grande compositor italiano, sólo un peldaño por debajo del divino Rossini, quien para entonces ya llevaba retirado de los escenarios más de un lustro, y por tanto poca competencia le podía hacer. Al éxito coadyuvó, sobremanera, el extraordinario nivel del cuarteto vocal protagonista, conformado por los nombres míticos de la Grisi, Rubini, Tamburini y Lablache, ya desde entonces conocidos como el “cuarteto de Puritani” y asociados in eternum con la obra belliniana. Esa mítica vocal ha trascendido los siglos y ha llegado hasta nuestros días, convirtiendo I Puritani en el paradigma de la vocalidad belcantista, y más en concreto, del tenorismo más reconcentrado.

No es por tanto nada fácil para ningún teatro (y más en estos tiempos de penumbra vocal) conformar un reparto de garantías para presentar la obra al público. El Teatro Real se ha atrevido con el desafío pero, si bien hay que reconocer que el entusiasmo del público ha sido muy evidente, conviene tener en cuenta que no ha sido oro todo lo que ha relucido.

Por ejemplo, la supuesta diva, Diana Damrau, cantante que, de un tiempo a esta parte, parece que ha perdido el timón de su carrera. Esta Elvira no ha hecho sino confirmar el estado paupérrimo en que se encuentra su órgano vocal, que parece completamente fuera de sitio, deshilachado, sin apenas sustancia en centro y graves, repletos de sonidos áfonos, y con rugosidades y asperezas en el sector agudo, que se aproxima más al grito que a otra cosa. Del canto de coloratura, mejor no hablar, pues sólo se redujo a una sucesión de notas borrosas y sucias, sin la mínima elegancia y brillo que esta música necesita. De hecho, su interpretación de la polacca (en un tiempo conocida como “polacca con variazioni”, aunque en este caso lo de variar quedó para mejor ocasión, puesto que incluso el canto fue igual de horroroso tanto en la exposición como en el da capo) fue indigna y lamentable. En cualquier teatro exigente, y con un público menos dominguero que el del Real, hubiera sido recibida con un estentóreo abucheo.  Aquí todo se resolvió con un piadoso silencio. Por si esto fuera poco, en el aspecto expresivo la señora Damrau sigue empeñada (como sucede también con su desnortada interpretación de la Lucia donizettiana), por un lado en una especie de fraseo expresionista, que nada pinta en medio de esta música sublime y cristalina como pocas, y por otro en unos ademanes escénicos pavisosos, espasmódicos y ridículos, que se dan de tortas con el concepto idealizado y romántico de su personaje. Llegados a este punto, haría bien la señora Damrau en recoger velas y reflexionar un poco sobre su presente y su futuro vocal.


Las voces graves tampoco alcanzaron un nivel mínimo. El barítono francés Ludovic Tezier, hasta hace bien poco cantante mozartiano apreciable, parece que ha decidido en los últimos tiempos tirar su carrera por la borda, afrontando un repertorio gravoso (verdiano, sobre todo) que excede sus limitaciones naturales y técnicas. El resultado es una voz pesadísima, sin la más mínima flexibilidad para afrontar un personaje como éste, que pide delicuescencias y esfumaturas sin fin. Encima, Tezier se esfuerza en ser aún más brusco en su canto, enfatizando y redoblando de manera absurda todas las consonante finales de frase, vicio feísimo que ensucia aún más su ya de por sí vulgar línea de canto. Tampoco el cantante es un dechado de fantasía ni de inventiva, sino más bien el típico cantante que se limita a dar notas con el piloto automático puesto. Y a dar notas malamente, por cierto, porque no se puede ser menos elegante en las agilidades (tresillos y semicorcheas de su escena solista), ni más pedestre en la resolución de la fermata de su aria de presentación. En ambos casos, resueltas con un estilo más cercano al cante flamenco que al belcanto. Eso sí, bocinazos hubo para dar y tomar. Típico subterfugio de los cantantes mediocres cuando afrontan este repertorio: cantan fatal el aria y peor la cabaletta, pero luego intentan epatar al personal, largando un berrido en forma de La bemol.

En cuanto al Giorgio de Nicolas Testé, sería mejor correr un tupido velo, porque el nivel fue aún peor. Se trata de un cantante que no cuenta con los mínimos rudimentos técnicos para presentarse en escena (por lo visto, se trata del esposo de la diva Damrau, lo cual sería la única razón que podría explicar su inclusión en el reparto). Por lo que respecta al papel episódico de la reina Enrichetta, fue asumido por la italiana Annalisa Stroppa, que es la típica soprano corta disfrazada de mezzo, con el consiguiente desbarajuste vocal en centro y graves, plagados de sonidos falsos y sordos en toda la gama. Prácticamente inaudible en el dúo con el tenor, tapada o bien por la orquesta o bien por su compañero.

Y lo mejor de la noche vino, precisamente, por parte del tenor mexicano Javier Camarena en el papel de Arturo. La voz no es gran cosa, aunque de timbre grato, pero el cantante la maneja con gusto exquisito, sabiendo amoldarse a la particular ondulación de la melodía belliniana, y consiguiendo momentos muy bellos tanto en el “A te o cara” (preciosos los engarces, con los súbitos cambios dinamicos, de “Tra la gioia e l’esultar” y de “M’é piú caro il palpitar”), como en en el dúo con la soprano, en el “Credeasi misera” (exquisito el ataque de “un solo istante”), o también en su amplia escena solista que abre el tercer acto, con una buena dosis de matices y de detalles, y finalizada muy expresivamente casi con un hilo de voz (“con voce quasi spenta”, pide Bellini). Y lo que es más gratificante para el espectador: transmitiendo siempre la impresión de que el cantante está a gusto y disfrutando, sin esa sensación de angustia que se percibe en la mayoría de los intérpretes de Arturo. En contraste, se mostró ardoroso, con el justo acento agresivo, y con buenas hechuras en la coloratura di forza del duelo con el barítono. Por señalarlo todo, también hay algunos defectos que convendría mejorar. Por ejemplo, en el “A te o cara” sería  deseable, y más respetuoso con la inmaculada línea de canto, si las semicorcheas de “pianto”, y de “tormento” o “contento” (aquí son fusas) fueran más ligadas y menos punteadas. Y en cuanto a los agudos, que el tenor derrocha con entusiasmo y facilidad, insisto en la impresión que tuve tras su anterior y exitosa Fille du Regiment madrileña: dan la sensación, en algunos casos, de salir como encapsulados, con demasiada presión sobre las fosas nasales. Es tanta la presión que, a veces, como en el caso del Do# del “A te o cara”, corren el peligro de crecerse. En cambio, sonaron más liberados, con más brillo y expansión, los Reb del “Credeasi misera”. En cualquier caso, una prestación de muy buen nivel en un papel de dificultad absoluta. El público se lo supo agradecer con ovaciones entusiásticas, y en este caso sí, merecidas.

Apreciable la dirección de Evelino Pidó. Tras un primer acto correcto y atento al canto y a los cantantes, subió algunos peldaños su labor a partir del segundo acto, donde la implicación de la orquesta fue mucho mayor, adquiriendo personalidad y carácter, y sobre todo aportando la expresividad que le faltaba a los protagonistas vocales. Así, la orquesta comenta y envuelve la acción con detalles muy significativos, que están en la partitura, pero que habitualmente no suelen destacarse. Ejemplos: la preciosa frase del barítono cuando le pide a Elvira que fije la mirada en sus ojos para que comprenda si ha amado o no, durante la escena de la locura del segundo acto. La bellísima frase orquestal, que el barítono luego retoma, es una declaración de amor, aunque Tezier la dijo como quien dice la hora. Otro ejemplo lo tuvimos en el final de “Vien diletto”, con un rallentando muy expresivo que permite escuchar las lastimeras frases de las violas. También en el comienzo del dúo barítono-bajo, con ese motivo orquestal de amplio aliento donde se puede percibir la reflexión de ambos personajes ante el estado de Elvira. Asimismo, fue doliente el acompañamiento de “Credeasi misera”, y en la mitad del fragmento, magnífico el realce de la lucha entre las trompas, por un lado, y las flautas y los clarinetes por otro (que representan la severidad militar y el amor, respectivamente). En fin, la elocuente melodía de los violines cuando Elvira dice que no fueron tres meses sino tres siglos de horror lo que le ha parecido la ausencia de Arturo. Una dirección, en cierta medida, insólita, y con su punto de polémica.

Sólo regular Antonio Lozano, como Bruno, e impresentable el bajo que hacía el papel de Gualtiero, un tal Miklos Sebestyen. Por último, señalar que la puesta en escena de Emilio Sagi, siguiendo su línea habitual, destacó por la elegancia y el clasicismo bien entendido. Podrá gustar más o menos, pero lo que no se puede negar es que estaba al servicio de la obra, y sobre todo de la particular atmósfera romántica y envolvente de esta música, purificadora como pocas.




2 comentarios:

  1. Al fin alguien que se anima a hablar del estado actual de Diana Damrau. !Qué gran cantantes perdimos!

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