jueves, 11 de agosto de 2016

La Donna del Lago (Festiva Rossini de Pésaro 2016)

Evviva la guerra!


El Festival Rossini de Pésaro (ROF) ha inaugurado su nueva edición con una nueva producción de La Donna del Lago, a cargo del afamado  director de escena italiano Damiano Michieletto, y con un reparto compuesto, a partes iguales, de recién llegados y de estrellas del canto rossiniano. Al mando de semejante buque insignia, el director de casa del festival, Michele Mariotti (hijo del sobreintendente Gianfranco Mariotti, y nativo del mismo Pésaro). La Donna del Lago es uno de los títulos míticos del Rossini serio, una de las partituras más ambiguas y fascinantes del catálogo rossiniano, y que presenta enormes dificultades tanto en el aspecto vocal como en la asunción de su inasible poética, plagada de sutilezas, de vericuetos y de posibilidades, que casi nunca se consigue descifrar en toda su complejidad. Y éste ha sido el caso de esta representación, donde han podido brillar algunas de sus características, pero a costa de ensombrecer otros de sus elementos más fundamentales.

Y buena parte de culpa de esta desfiguración de la atmósfera poética de la partitura vino dada por la dirección de Michele Mariotti, inclinada sobre todo hacia el lado guerrero y flamígero de la obra, que acabó por imponerse en todo momento. Es cierto que el joven director consiguió un buen sonido de la orquesta del Comunale de Bolonia, que no siempre presenta sus mejores formas, pero el exceso de incisividad (a veces incluso llegando a lo agresivo en ataques y acompañamientos), la falta de mano izquierda, un pulso demasiado férreo y poco elástico (el inicio de la obra; el coro “D’inibaca donzella”; aria de Malcolm), impidieron recrear ese aspecto brumoso, de amanecer, líquido y evanescente que son consustanciales también a la obra. Tampoco supo dar ese toque evidente de sensualidad que subyace en los encuentros entre Elena y Giacomo, resueltos igualmente “alla prusiana”, como el resto de la obra. Lo curioso del caso es que leyendo y escuchando las declaraciones de Mariotti, queda claro que conoce la obra y sus circunstancias a la perfección, pero sin embargo a la hora de llevar a la práctica sus ideas, éstas no acaban de concretarse.

Hay un trabajo pulcro, minucioso y profundo, pero quizás también un exceso de protagonismo, de querer ser original a toda costa, resaltando detalles y exponiendo frases de manera un tanto peculiar, pero sin efecto alguno, o más bien con un efecto contraproducente, como por ejemplo el inconexo fraseo del coro de bardos; la falta de precisión y de envoltura en la entrada de las preciosas frases de Malcolm y Elena en el quinteto del final del primer acto; el aparatoso acompañamiento al aria de Douglas (ya de por sí bastante rimbombante); o la absurda lentitud de “O fiamma soave” (obligado, quizás en este caso, para facilitar el canto del divo Flórez). Con todo lo dicho, queda claro que los mejores momentos de la dirección de Mariotti se encuentran en los instantes de mayor fulgor guerrero y de canto vigoroso (entrada de Rodrigo, final del primer acto, o terceto del segundo), aunque tampoco puede evitar una cierta tendencia al caos y a la confusión en estos momentos de máxima expansión sonora.

Los elementos vocales puestos a su disposición tampoco eran los mejores para resaltar los aspectos más delicados y poéticos de la obra. Juan Diego Flórez encarnaba por segunda vez en Pésaro el papel dual de Giacomo/Uberto, un personaje del que ha hecho uno de sus caballos de batalla y que ha paseado por medio mundo, pero que a día de hoy ya no le calza tan a medida. El tenor peruano se encuentra en un estado de su carrera en el que no acaba de dar con la tecla de qué camino seguir. Para sus incursiones en terrenos de tenor romántico por excelencia (tanto en repertorio italiano como francés) parece faltarle anchura y prestancia vocal, pero al mismo tiempo el paso de los años y la necesidad de ensanchar la vocalidad, hacen que pierda la soltura, el donaire y la flexibilidad necesaria para seguir mandando en el repertorio rossiniano (empieza a notarse, por ejemplo, demasiado vibrato y nasalidad en la zona de paso, en torno al Fa/Sol). Fue evidente su incomodidad a lo largo del aria del segundo acto (los micrófonos delataban sus “muecas sonoras” para acomodar la garganta), que expuso con corrección pero sin capacidad ya para regodearse en la faena. Lo mismo que en su dúo inicial o en el dúo/terceto con Elena y Rodrigo. Todo más o menos en su sitio, pero sin alma y sin poesía. Nunca ha sido Flórez un dechado de fantasía, sobre todo en estos papeles archisabidos y archicantados donde siempre ha tenido tendencia a cantar muy bien, pero con el piloto automático puesto en lo que a expresividad se refiere. A día de hoy, además del piloto automático, también parece cantarlo con el freno de mano activado.

El papel de Elena fue encarnado por Salome Jicia, una joven soprano de Georgia, salida de la Academia Rossiniana de Pésaro, que ha pasado de joven promesa a rutilante protagonista en cuestión de meses. No es la primera vez que el ROF corre estos riesgos (hace un par de años fue el caso de la soprano valenciana Carmen Romeu, quien lideró el reparto de Armida), y no siempre le salen bien. Me temo que éste es uno de los casos donde el resultado no ha sido precisamente positivo. Vaya por delante que el papel es muy complicado, sobre todo por lo exigente que es el registro central y grave (en muchas ocasiones ambos tenores cantan una tercera por encima de la soprano), que ha de tener, como es habitual en los papeles Colbran, una consistencia y un sostén, recio y bien cimentado. No es el caso de Jicia. La voz parece más bien lírica y apropiada para el canto reposado y de planicie, pero se descontrola por completo en cuanto vienen curvas. En los momentos de coloratura “di forza” y de mayor tensión dramática, la voz pierde esmalte, se destimbra, y se suceden las notas agrias y destempladas en centro (deshilachado), grave (áfono) y agudos (gritados). El recuerdo del canto de la Bartoli, destimbrado e histérico, se hace presente en esta joven cantante que o bien se ha equivocado de modelo, o bien se ha equivocado de repertorio.


También se presentaba en Pésaro, aunque con algo más de carrera a sus espaldas, la mezzo armenia Varduhi Abrahamyan en el papel del joven guerrero Malcolm, quintaesencia del “contralto musico” rossiniano. El material es muy bello, redondo, pastoso, sobre todo el centro, bien sombreado y sedoso, pero ahí acaban las buenas noticias, porque el resto de la voz se debilita. Aunque la joven cantante se presenta como contralto, no es de recibo que si así fuera, sus notas graves sean tan frágiles y con tan poco fuelle (en los repetidos descensos al La2 y al Sol#2 de su aria de presentación, la voz se desfonda y se desparrama). Tampoco el registro agudo es un primor, pues suena tirante y con escaso brillo. El papel no es muy exigente por arriba, pero el Si4 añadido en las frases cadenciales al final de su aria, habría sido mejor si se lo hubiera ahorrado. En la parte gozosa de su voz, el canto es aceptable y bien expuesto, con una coloratura limpia y perfilada, aunque sin excesivas calidades expresivas ni hondura poética.

Dado el ambiente, impuesto desde el foso y ya comentado, de exaltación guerrera y exuberancia sonora en que se desarrolló la función, casi se puede decir que quien tenía todas las papeletas para salir triunfador del envite era el tenor encargado del personaje más belicoso y exaltado de la obra, Rodrigo di Dhu, a cargo del norteamericano Michael Spyres. Su aria de presentación fue, probablemente, el mejor momento de la noche. Es cierto que Spyres no tiene todos los papeles en regla en lo que a cuestiones técnicas se refiere (sonidos abiertos, sobre todo en el paso; ataques por las bravas; legato mejorable; desigualdad en la emisión), pero es el típico cantante imprevisible, que canta sin red, con desparpajo y bravura, y eso Rossini lo agradece en ciertos momentos. También conviene decir que es un cantante favorecido por los micrófonos, y que en directo (por lo que he podido comprobar) suele decepcionar, pero escuchado por radio, esos saltos interválicos, esos derrapajes por toda la tesitura (desde el Do4 hasta el Lab1), los ascensos hasta el Re4 de cosecha propia, y esa particular efervescencia canora, no cabe duda de que impactan en el oyente.

Por último comentar la prestación del bajo croata Marko Mimika, también procedente de la Academia Rossiniana de Pésaro. En este caso, la sensación que se tiene es la de una voz baritonal (de buenos medios naturales) pero oscurecida de manera artificial para parecer un bajo, lo cual provoca que el cantante sea incapaz de sostener adecuadamente toda la estructura vocal: fiato corto, notas mal apoyadas, dureza y dificultad para plegarse al canto ágil de la coloratura, y para solazarse con las frases amplias y desplegadas. Tampoco el registro grave parece el de un bajo, por su falta de rotundidad y de expansión: el descenso al Sol1 en su aria es muy apurado, y se ahoga completamente en las frases largas que inciden en esa zona durante el final del primer acto. Dos cantantes españoles cerraban el reparto de la función: la voz cristalina y las buenas maneras habituales de Ruth Iniesta y la discreta prestación de Francisco Brito.