Evviva la guerra!
El Festival Rossini de Pésaro
(ROF) ha inaugurado su nueva edición con una nueva producción de La Donna del
Lago, a cargo del afamado director de
escena italiano Damiano Michieletto, y con un reparto compuesto, a partes
iguales, de recién llegados y de estrellas del canto rossiniano. Al mando de semejante
buque insignia, el director de casa del festival, Michele Mariotti (hijo del
sobreintendente Gianfranco Mariotti, y nativo del mismo Pésaro). La Donna del
Lago es uno de los títulos míticos del Rossini serio, una de las partituras más
ambiguas y fascinantes del catálogo rossiniano, y que presenta enormes
dificultades tanto en el aspecto vocal como en la asunción de su inasible
poética, plagada de sutilezas, de vericuetos y de posibilidades, que casi nunca
se consigue descifrar en toda su complejidad. Y éste ha sido el caso de esta
representación, donde han podido brillar algunas de sus características, pero a
costa de ensombrecer otros de sus elementos más fundamentales.
Y buena parte de culpa de esta
desfiguración de la atmósfera poética de la partitura vino dada por la
dirección de Michele Mariotti, inclinada sobre todo hacia el lado guerrero y
flamígero de la obra, que acabó por imponerse en todo momento. Es cierto que el
joven director consiguió un buen sonido de la orquesta del Comunale de Bolonia,
que no siempre presenta sus mejores formas, pero el exceso de incisividad (a
veces incluso llegando a lo agresivo en ataques y acompañamientos), la falta de
mano izquierda, un pulso demasiado férreo y poco elástico (el inicio de la
obra; el coro “D’inibaca donzella”; aria de Malcolm), impidieron recrear ese
aspecto brumoso, de amanecer, líquido y evanescente que son consustanciales
también a la obra. Tampoco supo dar ese toque evidente de sensualidad que
subyace en los encuentros entre Elena y Giacomo, resueltos igualmente “alla
prusiana”, como el resto de la obra. Lo curioso del caso es que leyendo y
escuchando las declaraciones de Mariotti, queda claro que conoce la obra y sus
circunstancias a la perfección, pero sin embargo a la hora de llevar a la
práctica sus ideas, éstas no acaban de concretarse.
Hay un trabajo pulcro, minucioso
y profundo, pero quizás también un exceso de protagonismo, de querer ser
original a toda costa, resaltando detalles y exponiendo frases de manera un
tanto peculiar, pero sin efecto alguno, o más bien con un efecto contraproducente,
como por ejemplo el inconexo fraseo del coro de bardos; la falta de precisión y
de envoltura en la entrada de las preciosas frases de Malcolm y Elena en el
quinteto del final del primer acto; el aparatoso acompañamiento al aria de
Douglas (ya de por sí bastante rimbombante); o la absurda lentitud de “O fiamma
soave” (obligado, quizás en este caso, para facilitar el canto del divo Flórez).
Con todo lo dicho, queda claro que los mejores momentos de la dirección de
Mariotti se encuentran en los instantes de mayor fulgor guerrero y de canto
vigoroso (entrada de Rodrigo, final del primer acto, o terceto del segundo),
aunque tampoco puede evitar una cierta tendencia al caos y a la confusión en
estos momentos de máxima expansión sonora.
Los elementos vocales puestos a
su disposición tampoco eran los mejores para resaltar los aspectos más
delicados y poéticos de la obra. Juan Diego Flórez encarnaba por segunda vez en
Pésaro el papel dual de Giacomo/Uberto, un personaje del que ha hecho uno de
sus caballos de batalla y que ha paseado por medio mundo, pero que a día de hoy
ya no le calza tan a medida. El tenor peruano se encuentra en un estado de su
carrera en el que no acaba de dar con la tecla de qué camino seguir. Para sus
incursiones en terrenos de tenor romántico por excelencia (tanto en repertorio
italiano como francés) parece faltarle anchura y prestancia vocal, pero al
mismo tiempo el paso de los años y la necesidad de ensanchar la vocalidad, hacen
que pierda la soltura, el donaire y la flexibilidad necesaria para seguir
mandando en el repertorio rossiniano (empieza a notarse, por ejemplo,
demasiado vibrato y nasalidad en la zona de paso, en torno al Fa/Sol). Fue
evidente su incomodidad a lo largo del aria del segundo acto (los micrófonos
delataban sus “muecas sonoras” para acomodar la garganta), que expuso con
corrección pero sin capacidad ya para regodearse en la faena. Lo mismo que en
su dúo inicial o en el dúo/terceto con Elena y Rodrigo. Todo más o menos en su
sitio, pero sin alma y sin poesía. Nunca ha sido Flórez un dechado de fantasía,
sobre todo en estos papeles archisabidos y archicantados donde siempre ha
tenido tendencia a cantar muy bien, pero con el piloto automático puesto en lo
que a expresividad se refiere. A día de hoy, además del piloto automático,
también parece cantarlo con el freno de mano activado.
El papel de Elena fue encarnado
por Salome Jicia, una joven soprano de Georgia, salida de la Academia
Rossiniana de Pésaro, que ha pasado de joven promesa a rutilante protagonista
en cuestión de meses. No es la primera vez que el ROF corre estos riesgos (hace
un par de años fue el caso de la soprano valenciana Carmen Romeu, quien lideró
el reparto de Armida), y no siempre le salen bien. Me temo que éste es uno de
los casos donde el resultado no ha sido precisamente positivo. Vaya por delante
que el papel es muy complicado, sobre todo por lo exigente que es el registro
central y grave (en muchas ocasiones ambos tenores cantan una tercera por
encima de la soprano), que ha de tener, como es habitual en los papeles
Colbran, una consistencia y un sostén, recio y bien cimentado. No es el caso de
Jicia. La voz parece más bien lírica y apropiada para el canto reposado y de
planicie, pero se descontrola por completo en cuanto vienen curvas. En los
momentos de coloratura “di forza” y de mayor tensión dramática, la voz pierde
esmalte, se destimbra, y se suceden las notas agrias y destempladas en centro
(deshilachado), grave (áfono) y agudos (gritados). El recuerdo del canto de la
Bartoli, destimbrado e histérico, se hace presente en esta joven cantante que o
bien se ha equivocado de modelo, o bien se ha equivocado de repertorio.
También se presentaba en Pésaro,
aunque con algo más de carrera a sus espaldas, la mezzo armenia Varduhi Abrahamyan
en el papel del joven guerrero Malcolm, quintaesencia del “contralto musico”
rossiniano. El material es muy bello, redondo, pastoso, sobre todo el centro, bien
sombreado y sedoso, pero ahí acaban las buenas noticias, porque el resto de la
voz se debilita. Aunque la joven cantante se presenta como contralto, no es de
recibo que si así fuera, sus notas graves sean tan frágiles y con tan poco
fuelle (en los repetidos descensos al La2 y al Sol#2 de su aria de
presentación, la voz se desfonda y se desparrama). Tampoco el registro agudo es
un primor, pues suena tirante y con escaso brillo. El papel no es muy exigente
por arriba, pero el Si4 añadido en las frases cadenciales al final de su aria,
habría sido mejor si se lo hubiera ahorrado. En la parte gozosa de su voz, el
canto es aceptable y bien expuesto, con una coloratura limpia y perfilada,
aunque sin excesivas calidades expresivas ni hondura poética.
Dado el ambiente, impuesto desde el foso y ya comentado, de exaltación
guerrera y exuberancia sonora en que se
desarrolló la función, casi se puede decir que quien tenía todas las papeletas
para salir triunfador del envite era el tenor encargado del personaje más
belicoso y exaltado de la obra, Rodrigo di Dhu, a cargo del norteamericano
Michael Spyres. Su aria de presentación fue, probablemente, el mejor momento de
la noche. Es cierto que Spyres no tiene todos los papeles en regla en lo que a
cuestiones técnicas se refiere (sonidos abiertos, sobre todo en el paso;
ataques por las bravas; legato mejorable; desigualdad en la emisión), pero es el típico cantante
imprevisible, que canta sin red, con desparpajo y bravura, y eso Rossini lo
agradece en ciertos momentos. También conviene decir que es un cantante
favorecido por los micrófonos, y que en directo (por lo que he podido comprobar)
suele decepcionar, pero escuchado por radio, esos saltos interválicos, esos
derrapajes por toda la tesitura (desde el Do4 hasta el Lab1), los ascensos
hasta el Re4 de cosecha propia, y esa particular efervescencia canora, no cabe
duda de que impactan en el oyente.
Por último comentar la prestación
del bajo croata Marko Mimika, también procedente de la Academia Rossiniana de
Pésaro. En este caso, la sensación que se tiene es la de una voz baritonal (de
buenos medios naturales) pero oscurecida de manera artificial para parecer un
bajo, lo cual provoca que el cantante sea incapaz de sostener adecuadamente
toda la estructura vocal: fiato corto, notas mal apoyadas, dureza y dificultad
para plegarse al canto ágil de la coloratura, y para solazarse con las frases
amplias y desplegadas. Tampoco el registro grave parece el de un bajo, por su
falta de rotundidad y de expansión: el descenso al Sol1 en su aria es muy
apurado, y se ahoga completamente en las frases largas que inciden en esa zona
durante el final del primer acto. Dos cantantes españoles cerraban el reparto
de la función: la voz cristalina y las buenas maneras habituales de Ruth Iniesta y la discreta prestación de Francisco Brito.
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