Nueva lección magistral de Antonio Pappano
De un tiempo a esta parte,
Antonio Pappano se ha convertido, no sólo en el alma mater de la Royal Opera
House londinense, sino también en uno de los directores musicales más
apasionantes de los últimos tiempos. Este clásico programa doble Cavalleria/Pagliacci
es un nuevo ejemplo de su dominio, de su talento y de su sabiduría, que además
huye de las especializaciones y los cotos cerrados, puesto que ha dado muestras
ya de su valía en un repertorio muy amplio y variado.
Como siempre ocurre con Pappano,
es de destacar en primer lugar la inteligencia para fusionar la exquisitez y la
transparencia del trazo sonoro con el apasionamiento del fraseo, y la capacidad
de recrear atmósferas y emociones que vayan desplegando la historia en toda su
complejidad. Extraordinario el uso del rubato para dar elasticidad y ondulación
al tempo (magnífico en este sentido los preludios de ambas obras, que
introducen al espectador en el drama sin dar respiro), la intensidad y
gradación de las dinámicas, o la efervescencia rítmica de gran efecto (la
entrada de Alfio, o el coro de las campanas, de Pagliacci).
A través de un sonido refinado y
pulidísimo (preciosa la entrada del canto popular de Lola, con un oboe muy
evocador), consigue dar realce tímbrico a momentos como el coro inicial de
Pagliacci, o a la escena solista de Nedda, siempre con un fin dramático y no
por el puro preciosismo. En el primer caso para resaltar el caos
(paradójicamente, gracias a una transparencia analítica extraordinaria), y en
el segundo, para destacar la voluptuosidad del momento. De esa capacidad de la
orquesta para comentar y envolver la escena hay mil ejemplos más: en
Cavalleria, el patetismo y la desolación
que acompaña a la frase “Turiddu mi tolse l'onore”, o la posterior catarsis
orquestal de “A dessi non perdono”, con gran relieve del dibujo rítmico en fusas de los violonchelos,
que parecen roer las entrañas del personaje; así mismo, el aroma sarcásticamente trágico del brindis y subsiguiente entrada de Alfio, que desencadenará el duelo. En Pagliacci, por ejemplo, es magistral el dúo Nedda-Silvio, creando la orquesta toda
la atmósfera poética y carnal del momento, a falta de unos cantantes con más
personalidad y sapiencia técnica. Y a lo largo de toda la ópera de Leoncavallo,
es admirable el gusto por dar empaque sonoro y refinamiento a una obra que tiende
con frecuencia a la estridencia y al trazo grueso. Resumiendo: nueva lección
magistral de Antonio Pappano, ¿el más grande director orquestal (Jansons al
margen) del momento presente?...
El elenco vocal es bastante
apañado, y más teniendo en cuenta cómo andamos de nivel canoro en los últimos
tiempos. Algunos cantantes doblan en ambas obras, como es el caso del tenor
letón Alexandre Antonenko, quien asume los papeles de Turiddu, en Cavalleria, y
Canio, en Pagliacci. Este tenor brilla por el poderío del registro agudo,
restallante y vigoroso, pero la emisión es poco canónica, con los sonidos
tragados en la boca y con poca libertad de movimientos. Un canto basado en el
músculo y el empuje, un poco a la buena de Dios, sin cubrir y redondear (saltan
las costuras en la zona de paso, como en la frase “Per me pregate Iddio”, toda
en torno al Mi y al Fa), de poca clase, y también de escasa entidad dramática,
por el pobre dominio del idioma y la escasa fantasía del intérprete.
También dobla el barítono griego
Dimitri Platanias (Alfio y Tonio), un cantante de voz desaliñada y de escaso
atractivo tímbrico, más bien lírica, y poco apropiada por tanto para estos
menesteres de canto tenso e incisivo. Estos defectos se ponen de manifiesto
sobre todo en Cavalleria, en un personaje como Alfio que pide rotundidad y
presencia antes que otra cosa. En cambio, Platanias opta por un camino
inteligente en Pagliacci: sabedor de que sus virtudes no están en la expansión
sonora, en lugar de vocear de manera altisonante en busca del efecto fácil,
como hacen la mayoría de barítonos en este papel, decide matizar con intención
y sutileza, otorgando al personaje más sinuosidad de lo que suele ser habitual.
Es cierto que a veces, por falta de pericia técnica, son mayores las intenciones
que los resultados (como el intento de apianar la frase del Prólogo, “Un nido
di memorie”, donde los sonidos pierden consistencia por falta de un buen
apoyo). Como se ha comentado, tampoco la voz le ayuda por falta de enjundia y
de hechuras, por ejemplo en la zona grave, donde el cantante se ahoga por
completo (en este sentido, es muy evidente la zozobra sobre los La1 repetidos
de la frase “Lá, veglio su voi”). En cualquier caso, con virtudes y defectos,
se trata de una labor apreciable en lo que se refiere a Tonio.
Muy bien cantada la Santuzza de
Eva-Maria Westbroek, poseedora de una voz sana, suntuosa y homogénea en toda la tesitura, desde el
grave hasta el agudo. Quizás falta algo más de carácter y de idiomatismo para
dar mayor realce al fraseo y para componer un personaje más pasional y más
mediterráneo, pero es preferible esta contención sustentada en un buen canto,
que el desmelenamiento habitual a base de gritos y espasmos vocales. La Nedda,
de Pagliacci, está encomendada a la soprano italiana Carmen Giannattasio, una
cantante multiusos, que aborda todo tipo de repertorio, desde Verdi al verismo,
pasando por Puccini o el belcanto, y que, a día de hoy, no parece haber
encontrado su lugar en el mundo. Como suele ser costumbre en este tipo de
cantantes, la voz está oscurecida y ensanchada artificialmente, lo que suele
conllevar un claro desequilibrio de toda la estructura vocal. Da lo mejor en el
dúo con Silvio, a través de un fraseo doliente y una entrega apasionada, aunque
tiene problemas en el registro grave, que queda sordo y sin apoyo, y también en
el agudo, con notas muy tirantes y destempladas, como se pone de manifiesto en
su escena solista, “Qual fiamma avea nel guardo”.
Los personajes secundarios son
honrados con la presencia de la veteranísima Elena Zilio (Mamma Lucia), estupenda
como actriz (la puesta en escena le exige bastante en este aspecto) y con una
voz todavía muy audible y perfilada. De buen nivel también el Beppe, de
Benjamin Hulett, con una apreciable versión de su serenata. La Lola, de Martina
Belli, aporta sobre todo unas hermosas hechuras físicas, muy acordes con su
personaje, mientras que el Silvio, del otro barítono griego de la función, Dionysios
Sourbis, es lo más flojo del apartado canoro. Voz tragada, en el cogote, y con
muy poco bagaje técnico, estropea un momento sublime como “E allor perché”, uno
de los contados instantes de remanso lírico de la obra.
La producción corre a cargo de
uno de los directores más afamados del presente, el italiano Damiano
Michieletto, un artista irregular, que lo mismo alcanza las altas cumbres como
desciende a los valles más penumbrosos. En este caso nos encontramos ante una
propuesta muy atractiva, fiel a la historia (aunque con traslado temporal que
no perjudica ni descentra) y con las ideas claras, al servicio de la narración
y de las situaciones emocionales, sin ocurrencias ni excentricidades. La
historia se presenta sobre un escenario giratorio que va dando continuidad y
fluidez al relato, al tiempo que procura agilidad en los cambios escénicos, sin
interrupciones ni rupturas de tensión. Como suele ser habitual en estos casos,
se interrelacionan ambas obras a través de pequeñas pinceladas, pero yendo esta
vez, en feliz invención, un paso más allá y con mayor provecho: durante los
respectivos intermezzi de ambas obras, somos espectadores, por una parte, del
nacimiento del amor entre Silvio y Nedda (en el caso de Cavalleria), y por
otra, de los remordimientos de consciencia de Santuzza y su estado de buena
esperanza tras la muerte de Turiddu (en el caso de Pagliacci). No son hechos
fundamentales para el devenir ni para la comprensión de las respectivas tramas,
pero sí permiten otorgar una sensación de globalidad de conjunto y de mundo
propio, integrado por los hechos y personajes de ambas obras. Además de esto,
hay algunos momentos muy logrados y de gran efecto, como la Virgen que, durante
la procesión, parece tomar vida en la mente de Santuzza, fustigando su culpa. O
también la frágil línea que Michieletto parece dar a entender que separa la
realidad de la ficción, en Pagliacci, con esos espectadores que aparecen
enmascarados al comienzo de la representación, o ese desdoblamiento de la
función teatral y de la realidad, que corroe la mente y el alma de Canio. En conjunto,
un buen trabajo del director italiano que parece remontar después de sus
decepcionantes últimas producciones.
El DVD incluye también unos
interesantes extras, con escenas de los ensayos y entrevistas a los
intérpretes, y donde el propio Pappano analiza y divulga las características de
ambas obras. Lástima que tanto los extras como las dos óperas no vengan
acompañados de subtítulos en español, defecto ya habitual en las publicaciones
de Opus Arte, y que hace un tiempo no ocurría. Esperemos que sepan volver al
buen camino cuanto antes.