¡Que se mueran los feos!...
Al menos una vez al mes hay que
acercarse a ese milagro hecho música que se llama Mitridate, Re di Ponto. El espíritu y la
mente lo agradecen. En esta ocasión, la versión elegida es la que formó parte
de los fastos llevados a cabo en Salzburgo, en el año 2006, con motivo del 250
aniversario del nacimiento de Mozart. Durante ese verano se representaron todas
las obras escénicas del salzburgués, con lo que se pudo poner de manifiesto,
sobre todo, el nivel paupérrimo del canto mozartiano en la actualidad, plagado
de vocecillas ridículas, faltas de consistencia y sin los mínimos rudimentos
técnicos. Como siempre suelo decir, parece que a los que no sirven para cantar
otra cosa, los ponen a cantar Mozart. ¡Como si fuera fácil!... Afortunadamente,
este Mitridate no es lo más deleznable de lo que allí se vio. Y utilizo el
verbo “ver” con toda la intención, porque otro de los elementos donde el desvarío
fue general durante aquel verano salzburgués de 2006, fue en las puestas en
escena, a cual más cutre, arrabalera y disparatada. Tampoco en esto, este Mitridate bajó al inframundo, como luego comentaré.
Lo mejor de la función viene
desde el foso, a cargo de Mark Minkowski y su conjunto Les Musiciens du Louvre.
El director francés destaca por el vigor y por el tono majestuoso y
aristocrático que otorga a toda la música, centrado sobre todo en el personaje de
Mitridate, ya desde una Marcha de presentación magníficamente expuesta, lejos
de los típicos y vulgares aceleramientos bandísticos, así como el
acompañamiento enfervorecido al aria del protagonista (Giá di pietá mi spoglio),
al final del segundo acto. Otro de los méritos a resaltar de Minkowski es el
poderoso aliento dramático y expresivo que concede a los recitativos
acompañados, al igual que la logradísima atmósfera de arias del calibre de “Lungi
da te mio bene”, o la tensión de “Pallid’ombre”, de Aspasia, o “Giá dagl’occhi
il velo é tolto”, de Farnace. Tres ejemplos sublimes de la capacidad de un
muchacho de catorce años para depurar de manera infalible la conjunción entre
texto y música, sin perder en ningun momento el talento para la seducción
melódica.
Del reparto vocal, lo más
destacable es la prestación de Miah Persson (Sifare). El papel pide una voz más
densa y ancha que la suya, y se nota la falta de fuelle en los descensos al
registro grave, pero a cambio, en el tercio superior la voz de Persson tiene
una luminosidad y un brillo extraordinario, que además se adecúa perfectamente
al característico vuelo ascendente de la melodía mozartiana. Su futura consorte
(Aspasia) corre a cargo de Netta Or, otra voz de escasa consistencia para el
papel encomendado, pero que en este caso no consigue salir a flote. La emisión
es muy retrasada y gutural, y la voz no tiene apenas sustancia ni cuerpo.
Empieza muy mal en su aria de presentación ("Al destin che la minaccia"), y
aunque mejora por momentos (suena algo más apañada en el maravilloso dúo, “Se
viver non deggio”, que cierra el segundo acto), el resultado no está a la
altura ni del papel ni de la música.
El protagonista de Richard Croft
consigue salir airoso por momentos, gracias a las tablas y a cierta pericia,
pero el papel le puede por todos lados. Mozart fue inclemente en esta obra con
el tenor protagonista, y compuso un personaje de altísimas exigencias: voz
robusta, de centro fornido, graves bien asentados, ascensos fulgurantes al
agudo, saltos interválicos, canto concitato y agresivo, acentos imperiosos… En
fin, un papel sólo apto para cantantes con todas las de la ley. Y éste no es el
caso de Richard Croft, cuya voz está partida por la mitad, con un registro
central y grave aceptable, pero que a poco que asciende por la tesitura se
descompone por completo. En su aria de presentación ("Se di lauri") empiezan a soltarse las costuras, aunque consigue disimular sin perder la compostura; en "Giá di pietá mi spoglio", que martillea sin piedad la zona de paso, son ya muy evidentes las incomodidades; y, en fin, el destrozo es mayúsculo en "Vado incontro", resuelta a puro grito y completamente desgañitado. Bejun Mehta (Farnace) es uno de los contratenores más
audibles del panorama actual, aunque tampoco sea para tirar cohetes. La voz
parece fragil en cuanto a cuerpo y pegada, y tampoco brilla por su
homogeneidad, pero el cantante es musical y sabe acentuar con convicción,
dibujando un personaje de cierta entidad dramática.
La puesta en escena es de Günter
Krämer, y en un principio uno se teme lo peor, viendo el número infinito de
gansadas que se ven obligados a hacer tanto los cantantes como los figurantes.
Por fortuna, sólo es un amago inicial, ya que luego la cosa se va normalizando,
e incluso se consigue algún bello efecto plástico por medio de reflejos
especulares. De todas formas, y tal cual anda el patio, lo mejor es que no
estorba ni interfiere en el disfrute de la obra, que tratándose de Mozart
hubiera sido un delito de lesa Música.
¡Y que se mueran los feos!...