martes, 31 de enero de 2017

Vives LA VILLANA (Teatro de la Zarzuela, 2017)

Muy poca mecha para tanta dinamita

Entre los deberes ineludibles de un teatro público, como es el Teatro de la Zarzuela, está velar por el redescubrimiento de los tesoros, en este caso líricos, que se encuentran sepultados por la ignorancia, la apatía o la desidia tan consustanciales al ser patrio. Así pues, con esta recuperación de La Villana, en el noventa aniversario de su estreno y a más de treinta de su última reposición, el teatro de la calle de Jovellanos lleva a cabo una de sus principales misiones. Claro que, una vez cumplido con ese primer mandato, lo que corresponde es hacerlo en las mejores condiciones y con absoluta confianza en el valor de lo que se tiene entre manos. Por desgracia, no es el caso de esta Villana. Ni desde la dirección del teatro ni desde la dirección escénica se transmite la impresión de haber creído en la obra, sino que simplemente han cumplido un trámite para salvar el expediente. Y no cabe mayor desgracia en el ámbito artístico que los modos y maneras funcionariales. La sensación de abatimiento y de decepción entre buena parte de aficionados es evidente, porque somos muchos los que consideramos que estamos ante uno de los títulos cumbres de todo el repertorio lírico nacional, y que merece por tanto ofrecerse en las mejores condiciones y con los máximos honores.

La Villana es ante todo un canto al amor conyugal que Vives necesitaba reivindicar en esos momentos traumáticos de su vida personal. Tras varios años martirizado por sus devaneos amorosos con la tiple Mary Isaura (protagonista de su Francisquita), el compositor catalán había escarmentado, y también se había convencido de que su sitio estaba en casa, al lado de su esposa. Nada mejor para plasmar su estado de ánimo que volver la cara hacia nuestro siglo de oro, del que era rendido admirador, para encontrar la historia lopesca de Peribáñez y Casilda quienes defienden y subliman su amor, por encima de adversidades, jerarquías y traiciones. Fuera porque el tema le inspiraba sobremanera en esa etapa de su vida, o fuera porque su talento se desbordaba en las mejores ocasiones, lo cierto y verdad es que redondeó una partitura mayúscula, de amplísimas proporciones y de enormes exigencias tanto para los solistas vocales como para la orquesta. Y es justo aquí donde empiezan los problemas de estas funciones ofrecidas por el Teatro de la Zarzuela.


Para partitura tan exigente habría sido necesario un reparto con más bagaje técnico que el reunido para esta ocasión. De los tres protagonistas principales del primer reparto, sólo Angel Ódena, como Peribáñez, se puede concluir que sale airoso del envite. Su canto es muscular y abre en demasía muchos sonidos, lo que provoca que la voz oscile con frecuencia, pero al menos intenta matizar su canto con expresividad, aunque ni las regulaciones dinámicas ni las medias voces sean del todo canónicas. Tuvo buenos momentos en el dúo del primer acto, como el ataque de la frase “y la parva en la era” (en pianísimo, como pide Vives), y la subsiguiente “y en las trojes el grano”, en una tesitura, además, muy ardua, toda ella sobre el paso. En los momentos de mayor dramatismo desplegó la robustez y pegada de su voz, y en conjunto se puede decir que es la suya una labor muy apreciable, más aún teniendo en cuenta las dificultades del papel, por la incomodidad de la tesitura y por lo mucho que canta.

La soprano Nicola Beller Carbone (Casilda), que tiene fama de buena actriz, deja mucho que desear en el aspecto canoro, y es por tanto una pésima elección para un personaje como éste, que se define a través del canto. Casilda necesita una voz amplia, carnosa y sugerente, sobre todo en el registro central y en los continuos descensos a la zona grave, por medio de los cuales se manifiesta la sensualidad y bravura de su carácter. Por contra, la señora Beller Carbone tiene la voz fuera de sitio, mal impostada, hueca en centro y grave, y destemplada en el agudo. Cuando la música pide un canto voluptuoso a través de saltos interválicos (como al comienzo del dúo con el barítono, en el segundo acto), la cantante se desgañita con sonidos desabridos que hacen pensar más en un canto histérico que sensual. A lo largo de toda la función, apenas hay una sola nota cargada de sustancia, que muestre redondez o plenitud, sino más bien una retahíla de sonidos sordos, entubados, deshilachados o febles. Y así es imposible dotar de contenido amoroso, de prestancia o de sensualidad a ninguna de las melodías que dan sentido y carácter a su personaje.


El tenor tinerfeño Jorge de León (Don Fadrique, el Comendador) entró en barrena hace ya un tiempo. Su salto a la fama fue muy precipitado y no le permitió una formación adecuada para acometer el repertorio tan pesado que canta habitualmente. La voz en origen era estupenda, muy cálida y con mucho brillo en los ascensos al agudo, pero a día de hoy lo único que queda es la lucha constante del tenor con sus propios medios, bastante agostados, y que además se le resisten por falta de pericia técnica. La voz da la sensación de estar como “encapsulada” entre la zona bucofaríngea y la nariz, sin que consiga liberarse en ningún momento, dando como resultado un canto durísimo, estentóreo y sin la más mínima flexibilidad. Tampoco el apoyo y la dosificación del aire son correctas puesto que el sonido sale apretando, empujando o abriendo, lo que conlleva continuas desafinaciones, oscilaciones, y también cortes bruscos en la línea de canto para permitir la toma de aire. Ver cantar así es un suplicio para el intérprete y para el público, más aún en un personaje como éste que alterna el arrobo amoroso con la calidez apasionada.

El equipo de secundarios (que incluye nombres ilustres como Milagros Martín o Ricardo Muñiz) fue eficaz y competente, con el añadido de Rubén Amoretti en el controvertido personaje del judío David (ausente en la obra original de Lope, e invención por tanto de los libretistas de la zarzuela, Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw). El bajo burgalés se defendió con holgura en su momento solista (que contiene difíciles vocalizaciones), con su voz lírica, sedosa y bien sombreada, aunque, curiosamente, estuvo muy por debajo de su nivel en las pocas frases del personaje del Rey Enrique, que también incorporó.

Buena labor en conjunto de Gómez Martínez, controlando bien el difícil equilibrio entre foso y escena, y sacando lo mejor de la exquisita orquestación (derrochó delicadeza en “La capa de paño pardo”), aunque con tendencia en los momentos más líricos por unos tempi excesivamente morosos y lánguidos (los dos dúos soprano-tenor, quedaron faltos de tensión y de calidez por esta razón). La duda que me queda es saber si se trata de una decisión propia o si más bien esa elección de tempi se debe a la obligación de tener que acudir en ayuda de dos cantantes en precario como Beller y De León. Lo cierto es que, entre una cosa y otra, consiguieron arruinar algunos de los mejores momentos de la partitura. Por desgracia para el director granadino, tampoco la Orquesta de la Comunidad de Madrid (titular del teatro) pasa por sus mejores momentos, y no todas sus intenciones consiguieron llegar a buen puerto, pero en cualquier caso, se nota una lectura atenta, trabajada y cristalina (dentro de lo posible). Hubo algunos cortes en la partitura, pero menos  de los que los malos augurios hacían presagiar. Sin embargo, el más lamentable fue el intermedio orquestal, que seguimos sin poder escuchar en las condiciones idóneas.


Otro de los puntos negativos que lastran esta recuperación es la producción escénica, dirigida por Natalia Menéndez. Una propuesta, en realidad, inexistente y vacua, sin ideas, además de rancia y apolillada. No supo resolver ni uno solo de los grandes momentos dramáticos, que quedaron desvaídos y sin punta (enfrentamiento barítono-bajo; concertante final del segundo acto; la muerte del comendador, o el final de la obra). No hay dirección de actores, que parece que se limitan a ir de allá para acá, y a entrar y salir. El espacio escénico es una entelequia: sólo hay vida en el proscenio, con el coro “quieto parado” de cara al público (a la vieja usanza), y los protagonistas accionando mecánicamente entre ellos. Una función de fin de curso tiene más altura y gracia que lo que ha presentado la señora Menéndez. Pero aún hay más, porque el jeroglífico en el que ha convertido el texto de la obra merece mención aparte: ha incluído trozos del Peribáñez lopesco original, otros fragmentos de la propia zarzuela, y también un soneto de Lope añadido. Hay de todo, como en bótica. Además de que el hecho de borrar de un plumazo casi todo el diálogo de la zarzuela, lleva consigo que no haya presentación de los personajes secundarios, los cuales, a no ser que se conozca de antemano el argumento, no se llega a saber nunca quiénes son y qué relaciones existen entre ellos. En casos así se hace realidad aquel dicho que reza: “Ay, Manolete, si no sabes torear, pa qué te metes”. Tampoco brilla ni la escenografía ni el vestuario, la una por pobretona y el otro por vetusto. Lo mejor, la iluminación, ésta sí atmosférica y con sentido plástico.

No sé si el segundo reparto conseguirá aliviar algo el desaguisado, pero me temo que tendremos que esperar hasta la próxima aparición del cometa Halley, a ver si tenemos más suerte y podemos hacer honor a la honra de La Villana.

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