De cuando Plácido era
tenor
Con esta reedición que lleva a
cabo Arthaus-Musik volvemos a encontrarnos con Plácido Domingo en su faceta tenoril, que dados los último
tránsitos de su carrera casi lo teníamos olvidado. Se recogen en un solo
volumen dos títulos (La Gioconda, de Ponchielli, y L’Africaine, de Meyerbeer)
que durante un tiempo el cantante frecuentó, y que si bien nunca llegaron a ser
ejes fundamentales de su carrera, sí tuvieron connotaciones particulares, como
es el caso de la obra de Ponchielli, que fue el título con el que Domingo hizo
su debut en Madrid, su ciudad natal, en 1970, en noche cargada de emociones
para el tenor, como siempre ha recordado. En cuanto a L’Africaine, ópera en un tiempo mítica, pero que a día de hoy es
una rareza absoluta, Domingo la cantó en algunas ocasiones, entre ellas en el
Liceo, junto a Montserrat Caballé, y
curiosamente dos veces en San Francisco, en ambas ocasiones junto a Shirley Verrett, por primera vez en
1972, y repitiendo en 1988, una de cuyas funciones es la que se recoge en el
presente DVD.
En ambas obras nos encontramos
con el Domingo más reconocible: el tenor de canto desplegado y entusiasta, que
resuelve toda su actuación por el lado heroico, sin mayores matizaciones ni
delicadezas. Tanto el Enzo de Ponchielli como el Vasco de Meyerbeer se prestan
a esas expansiones sonoras, pero también es verdad que cuando piden momentos de
remanso lírico, ahí el tenor madrileño sufre y los resuelve de manera poco
ortodoxa. En la franja aguda (que nunca fue su fuerte) se muestra valiente en
los ascensos más empinados, sobre todo en L’Africaine,
que es más exigente por la zona alta, con varios Sí naturales, que el cantante
resuelve con tiranteces, pero también con gallardía. El timbre viril y la
apostura escénica redondean unas actuaciones que son disfrutables, sin más.
En el caso de L’Africaine, los compañeros de reparto
elevan el nivel, sobre todo en lo que respecta a la protagonista de Shirley
Verrett, que realiza una interpretación extraordinaria. Domina el personaje en
toda su complejidad, desde los momentos más virtuosistas hasta los que piden un
canto rotundo y autoritario, pasando por los instantes de seducción amorosa.
Para enmarcar la escena final, donde la cantante de Nueva Orleans da una
lección magistral de matices, colores y gama dinámica, a través siempre de un
prodigioso control vocal. Magnífica también la Ines, de Ruth Ann Swenson, en los comienzos de su carrera. La voz,
cristalina, sedosa y de inusitado brillo en el agudo, está estupendamente
emitida y destaca sobre todo por el soberbio control del aire, que le permite
un canto variado y envolvente. De muy buen nivel asimismo el Nelusko de Justino Díaz, que nadie diría que
proviene de la cuerda de bajo, dada la soltura y el desparpajo con que se
desenvuelve en la complicada tesitura baritonal. Sin grandes refinamientos,
pero funcional y teatral la dirección de Maurizio
Arena.
En lo que respecta a La Gioconda, grabada en Viena en 1986,
el nivel del reparto no alcanza las cotas de la obra de Meyerbeer. La
protagonista de Eva Marton flaquea
por la falta de personalidad y de carácter que siempre demostró la cantante
húngara cuando abordaba el repertorio italiano. La voz es poderosa y rotunda,
pero poco dúctil y flexible para los vericuetos de esta mujer apasionada y
sufridora. Casi lo mismo se podría aplicar a la Laura de Ludmila Semtschuk, otra voz contundente y de buena pegada (sobre
todo en el tercio agudo; el centro y el grave quedan algo más descafeinados),
pero a la que se le escapa todo el lado seductor y sensual del personaje. Y
pésimo el Alvise de Kurt Rydl, fuera
de sitio en este repertorio. Lo mejor lo aportan la Cieca de Margarita Lilowa, voz redonda y carnosa
en toda la gama, y el magnífico Barnaba de Matteo
Manuguerra, quien no se deja arrastrar por el lado arrabalero del personaje
(como hacen muchos), sino que recrea un tipo sibilino y taimado, gracias a un
fraseo inteligente y fantasioso. Es cierto que abusa de las resonancias
nasales, como en él era habitual, y que en los momentos de mayor rotundidad
sonora a la voz le falta pegada, pero la caracterización del personaje supera
todas esas debilidades. Muy buena también la dirección de Adam Fischer, tensa, vigorosa y colorista, en una obra como ésta,
llena de contrastes y claroscuros.
Las dos puestas en escena son de
ésas que ya no se ven: telones pintados, glamur, desparrame de colores, y
personajes y escenarios reconocibles. Los "exquisitos" que se tapen los ojos, porque aquí no hay konzept ni zarandajas por el estilo.